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profundamente. Entonces volvió y me pidió que la acompañara

                  a la biblioteca. Tomamos juntas el té; luego ella se sentó en la

                  alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía


                  extenuada. Cogí un libro y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que

                  yo estaba entregada a la lectura, empezó a llorar. La dejé que

                  se desahogara un poco y luego le reproché el que creyese en

                  las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no


                  lograr convencerla ni contrarrestar en nada las palabras de

                  aquel hombre.


                  —Puede que tengas razón, Elena —dijo la joven—, pero no me


                  sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario que

                  haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y

                  que no han cambiado mis sentimientos hacia él.



                  Hubiera sido inútil insistir. Aquella noche nos separamos

                  incomodadas, pero al otro día ambas caminábamos hacia las

                  Cumbres. Yo me había determinado a ceder, con la remota

                  esperanza de que el propio Linton nos manifestaría que aquella


                  estúpida historia carecía de realidad.


























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