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Deme la mano y echemos a correr. Pero ¡qué despacio anda,

                  señorita! Casi rcho más deprisa yo.


                  Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a


                  contemplar el césped o alguna seta que se destacaba,

                  amarillenta, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano

                  por el rostro.


                  —¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? —dije,


                  acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro. — No

                  se disguste usted. Su papá está ya mejor de su resfriado. Debe

                  agradecer a Dios que no sea algo peor.



                  —Ya verás cómo será algo peor —contestó. —¿Qué haré cuando

                  papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado

                  aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me

                  parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto!



                  —No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted —

                  aduje. No se debe predecir la desgracia. Supongo que pasarán

                  muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven y


                  yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió

                  hasta los ochenta. Suponga que el señor viva hasta los sesenta

                  años tan sólo, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería

                  lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipación.



                  —Pues la tía Isabel era más joven que papá —respondió, con la

                  esperanza de que yo la consolase otra vez.


                  —A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros –repliqué. —


                  Además, no fue tan feliz como el señor y no tenía tantos





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