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Un pájaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus

                  trinos y agitación, manifestado más angustia que la de Cati al

                  exclamar:



                  —¡Oh!


                  Y su rostro, que un momento antes expresaba una perfecta

                  felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los

                  ojos.



                  —¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado?


                  Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro

                  escondido.



                  —No —repuso. —Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro

                  indispuesta. La acompañé.


                  —Tú las has cogido, Elena —me dijo, cayendo arrodillada


                  delante de mí.


                  — Devuélvemelas y no le digas nada a papá, y no volveré a

                  hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena?


                  —Ha ido usted muy lejos, señorita Cati —dije severamente.


                  ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en

                  sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a publicarse!

                  ¿Qué dirá el señor cuando se lo enseñe? No lo he hecho aún,

                  pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha


                  debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le

                  hubiera ocurrido nunca.










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