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llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué
cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había
supuesto, era una correspondencia procedente de Linton
Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y
breves; pero las sucesivas contenían encendidas frases de
amor, que por su exaltada insensatez parecían propias de un
colegial, pero que mostraban acá y acullá, ciertos rasgos que
me parecieron de mano más experta. Algunas principiaban
expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un
modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para
dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello
parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa
ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón.
Como tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy
temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la
criada la vertía en el jarro, la señorita salió y deslizó un papel en
el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él.
Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente
la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela y le
hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí
la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más
expresiva que la de su primo. Moví la cabeza y me volví
pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al
parque. Al terminar de estudiar acudió a su cajón. Su padre
estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo, adrede, estaba
arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana.
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