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—No es verdad —respondió Cati, sollozando con desconsuelo. —
No había pensado en amarle hasta que...
—¡Amarle! —exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén
como me fue posible. —Es como si yo amase al molinero que
una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted
cuatro horas a Linton, sumando las dos veces! ¡Ea!, voy a llevar
a su padre estas chiquilladas, y ya veremos lo que él opina de
ese amor.
Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la
mantuve levantada sobre mi cabeza. Me suplicó frenéticamente
que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos
enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una
puerilidad y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo,
cedí, no sin preguntarle previamente:
—Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a
recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabellos, ni sortijas, ni
juguetes?
—No nos enviamos juguetes —exclamó Cati.
—Ni nada, señorita. Si no me lo promete, voy a su papá.
—Te lo prometo, Elena —me dijo. —Échalas al fuego...
Pero, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso que me rogó que
guardase una o dos siquiera. Yo comencé a echarlas a la
lumbre.
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