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—¡Oh cruel! Quiero siquiera una —dijo, metiendo la mano entre

                  las llamas y sacando un pliego medio chamuscado, no sin

                  menoscabo de sus dedos.



                  —Entonces también yo quiero algunas para enseñárselas a su

                  papá — repliqué, envolviendo las demás en el pañuelo y

                  dirigiéndome a la puerta.


                  Lanzó al fuego los trozos medio quemados y me excitó a


                  consumar el holocausto. Cuando estuvo terminado, removí las

                  cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue

                  ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo


                  que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que

                  reposase un poco. Cati no bajó a comer ni reapareció hasta la

                  hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos enrojecidos, pero se


                  mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta

                  acostumbrada, la contesté con un trozo de papel, en el que

                  escribí: «Se ruega al señor Linton que no envíe más cartas a la

                  señorita Cati, porque ella no las recibirá» Y desde aquel


                  momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos.


























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