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alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino se

                  erguía una pendiente donde crecían varios avellanos y robles,

                  cuyas raíces salían al exterior. Como el suelo no podía resistir su


                  peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal

                  modo por efecto del viento, que estaban en posición casi

                  horizontal. Cuando Cati era más niña solía subirse a aquellos

                  troncos, se sentaba en las ramas y se columpiaba en ellas a


                  más de seis metros por encima del suelo. Yo la reprendía

                  siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y

                  allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando


                  antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose

                  en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas

                  alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la


                  muchacha se sentía feliz.


                  —Mire, señorita —dije—: debajo de las raíces de ese árbol hay

                  aún una campánula azul. Es la última que queda de tantas

                  como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de


                  ellas como de una nube de color violáceo.


                  ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?


                  Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:


                  —No, no quiero arrancarla. Parece que está triste, ¿verdad,


                  Elena?


                  —Sí —convine. —Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las

                  mejillas.










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