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—Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave o tendré que dar

                  la vuelta a toda la tapia.


                  —Espere un momento —dije—, que voy a probar las llaves de un


                  manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré a casa a buscarla.


                  Mientras probaba todas las llaves sin resultado, Catalina

                  bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir

                  a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó


                  de saltar y yo sentí que el trote de un caballo se detenía.


                  —¿Quién es? —pregunté.


                  —Te ruego que abras la puerta, Elena —murmuró Cati con


                  ansiedad. Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:


                  —Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar

                  con usted.



                  Hemos de tener una explicación.


                  —No quiero hablar con usted, señor Heathcliff —contestó Cati.

                  —Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece,

                  Elena opina lo mismo.



                  —Eso no tiene nada que ver —oí decir a Heathcliff. — Sea como

                  sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted

                  escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a

                  hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena zurra, y en


                  especial, usted, que es la de más edad y la menos sensible de

                  ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón

                  se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y







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