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José se limitó a aspirar más vigorosamente el humo de su pipa
y contemplar insistentemente la lumbre. La criada y Hareton no
aparecían por parte alguna. Reconociendo la voz de Linton,
entramos en su habitación.
—¡Ojalá te mueras abandonado en un desván! —prorrumpió el
muchacho, creyendo, al sentir que nos acercábamos, que
nuestros pasos eran los de José.
Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.
—¿Eres tú, Cati? —dijo, levantando la cabeza del respaldo del
sillón en que estaba sentado. — No me abraces tan fuerte,
porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra
la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no quieren traer
carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío...!
Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Él se quejó de que le
cubría de ceniza, pero tosía de tal modo y parecía tan enfermo
que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.
—¿Te alegras de verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? —
preguntó Cati.
—¿Por qué no viniste antes? —repuso él. —Debiste venir en vez
de escribirme. No sabes cuánto me cansaba escribiendo
aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora
ya no estoy ni para hablar ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere
usted, Elena, ver si está en la cocina?
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