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Linton negó que los esposos odien a sus mujeres; pero ella
insistió en que sí, y como prueba citó la antipatía que el padre
de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo intenté
cambiar la conversación; pero antes de conseguirlo, ya Catalina
había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado,
aseguró que aquello no era cierto.
—Mi padre me lo contó, y él no miente —contestó ella.
—El mío desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil —replicó
Linton.
—Tu padre es un malvado —aseveró Cati a su vez. —No sé
cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo debe haber
sido cuando obligó a la tía Isabel a abandonarle!
—No me contradigas. Ella no le abandonó.
— ¡Sí le abandonó! —insistió la joven.
—Pues mira —dijo Linton. —Tu madre no amaba a tu padre,
para que te enteres.
—¡Oh! —exclamó Cati, furiosa. —¡Y amaba a mi padre!
—¡Embustero! ¡Te odio! —gritó ella encolerizada.
—¡Le amaba! —repitió Linton, arrellanándose en su sillón y
malignamente complacido de la agitación que embargaba a su
prima.
—Cállese, señorito —intervine. —¡Eso es una falsedad inventada
por su padre!
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