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aterrorizó, y, deshecha en llanto, trató de con—solarle. Pero él

                  no dejó de gritar hasta que le faltó el aliento.


                  —Mire —le dije—: voy a levantarle y a sentarle, y allí retuérzase


                  cuanto quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted

                  convencido, señorita, de que no se convienen ustedes

                  mutuamente, y que la falta de usted no es lo que tiene enfermo


                  a su primo. ¡Ea!, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay

                  nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.


                  Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él

                  la rechazó y empezó a hacer dengues sobre la almohada, cual


                  si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela

                  bien.


                  —Esta es demasiado baja —dijo el muchacho. —No me sirve.

                  Cati puso otra sobre la primera.



                  —¡Ahora queda alta en exceso! —murmuró el joven.


                  —Entonces, ¿qué hago? —dijo ella, desesperada.


                  Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y


                  descansó la cabeza sobre el hombro de la joven.


                  —No, eso no es posible —intervine yo. —Conténtese con la

                  almohada, señorito Heathcliff. No podemos entretenernos más


                  con usted.


                  —Sí podemos —repuso la joven. Ahora va a ser bueno ya. Estoy

                  pensando en que me sentiré más desdichada que él esta noche










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