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si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad,
Linton. Si mi visita te ha perjudicado, no debo volver.
—Ahora debes venir para curarme —alegó él—, ya que me has
puesto peor de lo que estaba con tu presencia.
—Yo no he sido la única culpable —contestó la muchacha. —Has
sido tú con tus arrebatos y tus llantos. Vaya, seamos amigos.
¿Quieres de verdad volver a verme?
—¡Ya te he dicho que sí! —replicó el muchacho con impaciencia.
—Siéntate y déjame que me recueste en tu regazo. Mamá lo
hacía así cuando estábamos juntos. Estate quieta y no hables,
pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un cuento.
Anda.
Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello le
agradó mucho. Linton le pidió luego que recitara otra, y otra
después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y
sentimos regresar a Hareton, que venía a comer.
—¿Vendrás mañana, Cati? —preguntó él cuando la joven, contra
su voluntad, empezaba a levantarse para irse.
—No —repuse yo—, ni mañana ni pasado.
Pero ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la
expresión que puso Linton cuando ella se inclinó para hablarle
al oído.
—No volverá usted, señorita —le dije. —No se le ocurrirá
semejante cosa.
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