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—No hablemos más —dije. —Si usted se propone volver a
Cumbres Borrascosas, se lo diré al señor, y si él lo autoriza,
conformes. Si no, no se renovará la amistad con su primo.
—Ya se ha renovado —argumentó Cati ásperamente.
—Pero no continuará —aseguré.
—Ya veremos —replicó. Y espoleando la jaca partió al galope,
obligándome a apresurarme para alcanzarla.
Llegamos un poco antes de comer. El señor, creyendo que
veníamos de pasear por el parque, no nos pidió explicaciones.
En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía
empapados unos y otras; pero la mojadura había producido su
efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama en la
que permanecí tres semanas seguidas, lo que no me había
ocurrido antes, ni, gracias a Dios, me ha vuelto a suceder.
Mi señorita me cuidó tan solícita y cariñosamente como un
ángel. Quedé muy abatida por el prolongado encierro, que es lo
peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati
dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía
diversión alguna, no estudiaba ni apenas comía, consagrada a
cuidarnos como la más abnegada enfermera.
¡Muy buen corazón debía tener cuando tanto se ocupaba de mí
y tanto quería a su padre! Ahora bien: el señor se acostaba
temprano, y yo después de las seis no tenía necesidad de nada,
de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no
adiviné lo que la pobrecita hacía después de esa hora. Y
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