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C A P Í T U L O XXIV





                  Pasadas las tres semanas de enfermedad, empecé a salir de mi


                  cuarto y a andar por la casa. La primera noche pedí a Cati que

                  me leyese alguna cosa, porque yo me sentía con la vista

                  fatigada después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y

                  el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis


                  libros, como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los

                  suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero

                  después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes


                  preguntas:


                  —¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras?

                  Vas a recaer si estás tanto tiempo levantada.



                  —No estoy cansada, querida —respondía yo.


                  Al notarme imperturbable, recurrió a otro método para

                  hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada.

                  Bostezó y me dijo:



                  —Estoy fatigada, Elena.


                  —No leas más. Podemos hablar un rato —respondí.


                  Pero el remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no

                  hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su


                  alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la

                  escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó

                  pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello y







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