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»Cuando llegué a Cumbres Borrascosas, Linton se puso muy
contento. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un
buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que
Hareton se dedicaba a andar con los perros por los bosques (y,
según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes),
de modo que nos encontrábamos libres de estorbos. Zillah me
trajo vino y tortas. Linton y yo nos sentamos al fuego y
pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando
los sitios a que iríamos en verano, y...
Bueno, no te hablo de eso, porque dirás que son tonterías. »Por
poco reñimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me
aseguró que lo mejor para pasar un día de julio era estar
tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del
campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras
cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el
ideal de la dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol
florido mientras sopla el viento de poniente, y por el cielo corren
nubes blancas, y cantan, además de las alondras, los mirlos, los
jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven los pantanos, entre los
que se destacan umbrías arboledas y la hierba ondula bajo el
soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran, reinando
la alegría por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la
paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo
parecía medio dormido, y él respondió que el mío medio
borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él
respondió que se marcaría en el mío. Al fin resolvimos que
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