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—No es cuento —replicó él. —Sí, Cati, le amaba, le amaba, le

                  amaba...


                  Cati, fuera de sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó


                  sobre su propio brazo. Le acometió un acceso de tos, que duró

                  tanto que a mí misma me asustó. Cati rompió a llorar

                  amargamente, pero no dijo nada. Linton, cuando dejó de toser,


                  quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de

                  llorar, y se sentó al lado de su primo.


                  —¿Cómo se siente ahora, señorito? —le pregunté pasado un

                  rato.



                  —¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué

                  implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy, que yo me

                  encontraba mejor... —replicó él, terminando por prorrumpir en

                  llanto.



                  —No te he pegado —contestó Catalina, mordiéndose los labios

                  para no volver a exaltarse.


                  Gimió y suspiró, notándose que lo hacía a propósito para


                  aumentar la aflicción de su prima.


                  —Lamento haberte hecho daño, Linton —dijo ella, al fin,

                  traspasada de pena—; pero a mí un empellón como aquel no

                  me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No


                  quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho

                  daño. ¡Contéstame!












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