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C A P Í T U L O XXII
Transcurrió el verano y comenzó el otoño. Pasó el día de San
Miguel y aún algunos de nuestros prados no estaban segados.
El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día
permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y
humedad, atrapó un catarro que le tuvo recluido en casa casi
todo el invierno.
La pobre Cati estaba entristecida y sombría desde que su
novela de amor tuviera aquel desenlace. Su padre dijo que le
convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía
acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo
podía destinar a ello dos horas o tres al día, y, además, mi
compañía no le agradaba tanto como la de su padre.
Una tarde —era a principios de noviembre o fines de octubre y
las hojas caídas alfombraban los caminos, mientras el frío cielo
azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia— rogué
a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero
no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque,
paseo casi maquinal que solía dar cuando se sentía de mal
humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba
peor que lo corriente aunque nunca nos lo confesaba. Pero
nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y
no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano
por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi
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