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Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después
de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada.
Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la
encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota,
que escondió al verme entrar.
—Voy a apagar la vela —dije. —Y si le escribe usted, no
encontrará quien le lleve la carta.
Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias
violentas recriminaciones, tras las cuales Cati se encerró en su
cuarto. La carta, con todo, fue terminada, y enviada por un
lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más
adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó
su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse
por los rincones. Si cuando estaba leyendo me acercaba a ella,
se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo
suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sucios
entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina, y
andaba por allí como en espera de algo. Dio en la costumbre de
echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su
uso.
Un día observé que en el cajoncito, que en aquel momento
estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes
que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de
papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una
ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en
que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis
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