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—El señor Heathcliff se portó muy atentamente conmigo —
contestó Cati, recalcitrante. —Me dijo que puedo ver a mi primo
cuando quiera, y que eres tú quien no le ha perdonado que él se
casara con la tía Isabel. El tío está dispuesto a permitir que me
trate con Linton, y tú, no.
Entonces el amo le explicó sucintamente lo sucedido con Isabel
y el procedimiento por el que las Cumbres habían pasado a
manos de Heathcliff. No se extendió en muchos detalles; pero,
por pocos que fueran, bastaban para ilustrar a Cati, dada la
animosidad con que los expresó su padre, que seguía odiando
a su enemigo, a quien consideraba como el causante de la
muerte de la señora, sentimiento que no le abandonaba jamás.
La señorita Cati, que era incapaz de hacer mal a nadie, salvo
pequeñas faltas de desobediencia, quedó asombrada al oír
explicar el carácter de aquel hombre, capaz de prolongar
durante años enteros sus planes de venganza sin sentir
remordimiento alguno. Tan afectada nos pareció, que el señor
creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo agregó:
—Ya te diré más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas
a su casa.
Ahora ocúpate de tus cosas, y no pienses más en eso.
Cati dio un beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos
horas a sus lecciones. Dimos una vuelta por el parque, y no
hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras yo la ayudaba a
desnudarse, se echó a llorar.
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