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—¿No le da vergüenza, niña? —la increpé. —Si tuviera usted
aflicciones de veras, no lloraría por una contrariedad tan
insignificante. Figúrese que su padre y yo faltáramos y que
usted se quedara sola en el mundo. ¿Qué sentiría usted
entonces? Compare lo que sufriría, en un caso así, con esta
pequeña contrariedad, y dará usted gracias a Dios, que le
concede suficientes amigos lo bastante buenos para no tener
que suspirar por otros.
—No lloro por mí, Elena —respondió. — Lloro por Linton, que me
espera, y que tendrá mañana el desengaño de no verme ir.
—No se figure —repuse— que él piensa en usted tanto como
usted en él. Ya tiene a Hareton para hacerle compañía. Nadie
en el mundo lloraría por dejar de tratar a un pariente al que ha
visto dos veces en toda su vida. Linton comprenderá lo que ha
pasado y no se acordará más de usted.
—Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y
mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no
hacerlo, Elena?
—No —respondí resueltamente—, porque él, entonces, le
contestaría a usted, y sería el cuento de nunca acabar. Hay que
cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá.
—Pero una notita... —dijo suplicante.
—Nada de notitas —dije. —Acuéstese.
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