Page 338 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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escalera, y me lancé hacia él. El vestíbulo era largo, parecía estirarse hasta las
Eternidades del tiempo mientras lo recorría a toda velocidad. Y una sombra
negra me acompañaba, volando por la pared iluminada por la luna.
Desaparecía durante un instante en la negra oscuridad, y reaparecía un
instante después en un cuadrado de luz de luna que entraba a través de alguna
ventana exterior.
A lo largo de todo el pasillo la tuve a mi lado, cayendo sobre la pared a mi
izquierda, diciéndome que la cosa que la proyectara estaba pisándome los
talones. Se ha dicho muchas veces que los fantasmas proyectan sombras bajo
la luz de la luna, aunque sean invisibles al ojo humano, ¡pero no existió jamás
hombre alguno cuyo fantasma pudiera proyectar una silueta semejante a
aquella sombra bestial e inhumana de la que yo huía, víctima de un miedo
crudo e irracional!
Ya casi había llegado a la escalera, ¡pero ahora tenía la sombra delante!
La cosa estaba justo detrás de mí, tanteando con sus brazos invisibles para
agarrarme. Un rápido vistazo por encima del hombro añadió una nueva
punzada de horror: sobre el polvo del pasillo, muy cerca de mis pisadas, otras
huellas se estaban formando… ¡enormes huellas deformes que dejaban
marcas de garras! Con un chillido frenético giré a la derecha y salté en busca
de una ventana abierta, sin pensarlo conscientemente, como se agarra a un
cabo un hombre que se ahoga…
Mi hombro golpeó el marco de la ventana; sentí el aire vacío bajo mi
cuerpo que volaba, atisbé una imagen caótica y vertiginosa de la luna, las
estrellas y los pinos oscuros mientras el suelo se apresuraba a recibirme, y
luego el olvido negro cayó sobre mí.
Mi primera sensación al recuperar la conciencia fue la de unas manos
suaves que me levantaban la cabeza y me acariciaban la cara. Estaba tumbado
con los ojos cerrados, intentando orientarme. No podía recordar dónde estaba
o qué había ocurrido. Entonces, de golpe, lo recordé todo. Mis ojos debieron
de centellear salvajemente al intentar levantarme.
—Steve… ¡Oh, Steve! ¡Estás herido!
¡Sin duda me había vuelto loco, pues era la voz de Joan! Pero… ¡no! Mi
cabeza se acunaba en su regazo; sus ojos grandes y oscuros, brillantes de
lágrimas, miraban directamente a los míos.
—¡Joan! En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo aquí?
Me senté, atrayéndola a mis brazos. La cabeza me palpitaba
produciéndome náuseas; estaba magullado y dolorido. Sobre nosotros se
levantaba la silueta macabra y austera de la Casa Abandonada, y podía ver la
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