Page 47 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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paralelismos claramente significativos entre la ficción del padre y la realidad

               de la hija.



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               Me he pasado toda la tarde, las últimas cinco horas, con los cuatro párrafos
               anteriores, tratando de engañarme para creer que de verdad puedo escribir un
               libro sobre ella como lo haría un periodista. Que puedo guardar cierto grado
               de distancia u objetividad. Por supuesto, estoy perdiendo el tiempo. Después
               de ver la copia de nuevo, después de volver a permitirme verla otra vez, creo

               que  estoy  desesperado  por  poner  distancia  entre  su  recuerdo  y  yo.  Debería
               llamar a Nueva York y decirles que no puedo hacerlo, que harían mejor en
               buscarse  a  otro,  pero  tras  la  que  lie  con  la  historia  de  Musharraf,

               probablemente la agencia no volvería a mandarme ningún otro encargo. Por el
               momento eso sigue importándome. Puede que deje de hacerlo en un día o dos,
               pero por ahora sí.
                    Su padre escribió libros, unos libros que nunca fueron muy conocidos, y
               aunque no están demasiado logrados ni son especialmente entretenidos, puede

               que contengan pistas de las motivaciones de Jacova y de su destino. Y puede
               que no. Es así de sencillo y contradictorio. Como todo lo que rodea al «culto
               de los lemmings» —como ha terminado por ser conocida la Puerta Abierta de

               la Noche, bautizada así por gente a la que le resulta más fácil lidiar con la
               tragedia y el horror si van acompañadas de una nota de lo absurdo—, como
               todo acerca de Jacova, lo que en determinado momento parece tener sentido
               al siguiente resulta irrelevante. O quizá eso solo me lo parece a mí. Quizá le
               estoy pidiendo demasiado a las pistas.




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               Fragmento de Pretoria, pp. 164-165; Ballantine Books, 1979:


                            Edward  Horton  sonrió  y  echó  la  ceniza  de  su  puro  en  un

                        enorme cenicero de cristal que había sobre la mesa.
                            —No me gusta el mar —dijo, e hizo un gesto con la cabeza
                        en dirección a la ventana—. Francamente, ni siquiera soporto
                        oírlo. Me da pesadillas.

                            Escuché el romper de las olas, sin apartar los ojos del gordo
                        ni  de  las  volutas  de  humo  que  se  formaban  y  deformaban  en



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