Page 49 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Vicky nunca le había hablado a nadie de sus sueños, al igual

                        que nunca había contado lo del señor Barker o lo del Corvette
                        amarillo. Los sueños eran su secreto, quisiese o no tenerlos. A
                        veces  parecían  demasiado  retorcidos,  infames  y  pecaminosos,
                        como si hubiese hecho algo que fuese contra Dios, o al menos

                        contra la ley. Una vez estuvo a punto de confesárselo todo al
                        señor Barker, un año o así antes de marcharse de Los Ángeles.
                        Había llegado incluso a mencionar el asunto de las sirenas, pero
                        entonces él resopló y se rio, así que Vicky se lo pensó mejor.

                            —Guardas unas ideas muy raras en esa cabecita tuya —le
                        había  dicho—.  Algún  día  tendrás  que  madurar  y  olvidarte  de
                        esa  mierda  si  quieres  que  la  gente  de  por  aquí  empiece  a
                        tomarte en serio.

                            Así que se lo guardó todo para sí. Cualquiera que fuese o
                        dejase de ser el significado de sus sueños, ella nunca sería capaz
                        de explicarlos ni de confesarlos. A veces, las noches en las que
                        no  podía  dormir,  se  quedaba  en  la  cama  mirando  al  techo,

                        pensando en los castillos en ruinas que había bajo las olas y en
                        bellas  muchachas  ahogadas  con  algas  enredadas  en  sus
                        cabellos.


               Fragmento de El último usurero de Bahía Bodega, pp. 57-59; Bantam Books,
               1982:


                            —Esto pasó hace un porrón de años, en los cincuenta —dijo

                        Foster y encendió otro cigarrillo. Le temblaban las manos y no
                        dejaba de mirar por encima del hombro—. El cincuenta y ocho,
                        sí,  o  quizá  a  principios  del  cincuenta  y  nueve.  Sé  que

                        Eisenhower seguía siendo presidente, aunque no estoy del todo
                        seguro del año. Pero yo seguía atrapado en Honolulu, sí, seguía
                        transportando asquerosos turistas por las islas con el Saint Chris
                        para que pudieran pescar, sacar fotos del maldito Kilauea y no
                        sé  qué  más.  El  barco  estaba  en  las  últimas,  pero  aún  podía

                        llevarte a donde quisieras, si sabías cómo manejarlo.
                            —¿Qué tiene esto que ver con Winkie Anderson y la chica?
                        —pregunté, sin molestarme en disimular la impaciencia.

                            —Jesús, Frank, a eso voy. ¿Quieres oír la historia o no? Por
                        Dios, ya que vienes aquí con las preguntas gordas, esperando





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