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Se dejó caer de rodillas y avanzó a rastras por entre los rosales marchitos hasta
                meterse debajo del porche.



                   8.

                   Entraron por este orden: Bill, Beverly, Ben, Eddie, Richie, Stan y Mike.
                   Las hojas, debajo del porche, crepitaban dejando escapar un olor viejo y agrio.
                Ben arrugó la nariz. ¿Alguna vez había percibido ese olor en las hojas muertas?
                Estaba seguro de que no. Y entonces lo asaltó una idea desagradable. Esas hojas
                olían como debían de oler las momias un momento después de que el arqueólogo
                abriese el ataúd: a polvo y a amargo ácido tánico.
                   Bill había llegado a la ventana rota del sótano y estaba mirando hacia dentro.
                Beverly se arrastró hasta su lado.
                   --¿Ves algo?
                   Bill sacudió la cabeza.
                   --P-p-pero eso n-n-no qui-quiere decir n-n-nada. M-m-mira: ahí est-t-tá el carbón
                p-p-por donde salimos Ri-RiRichie y yo.
                   Ben, que miraba por entre ambos, vio el carbón. Además del susto, sentía cierta
                excitación que recibió de buen grado al reconocerla instintivamente como arma.
                Ese montón de carbón era una señal distintiva en el paisaje, que uno sólo conocía
                por libros o por conversaciones ajenas.
                   Bill giró en redondo y se deslizó por la ventana. Beverly entregó el tirachinas a
                Ben plegándole los dedos sobre la honda y la bolita acurrucada en ella.
                   --Dámela en cuanto llegue abajo -le pidió-. Inmediatamente.
                   --Entendido.
                   Ella se dejó caer con agilidad. Para Ben, por lo menos, hubo un instante
                deslumbrador cuando los faldones de la blusa se le escaparon de los vaqueros,
                descubriendo un vientre blanco y plano. También la emoción de sentir sus manos
                al recibir el Bullseye.
                   --Ya la tengo. Baja tú.
                   Ben giró en redondo y empezó a retorcerse para pasar por la ventana. Habría
                debido prever lo que ocurrió de inmediato; era casi inevitable que se atascara. Su
                trasero chocó con el marco de la ventana y no le permitió avanzar más. Trató de
                salir y se dio cuenta, horrorizado, de que podía ir hacia fuera, pero con grave
                peligro de que los pantalones (y quizá también los calzoncillos) se le bajaran hasta
                las rodillas. Y allí quedaría, con su enorme trasero prácticamente en la cara de su
                amada.
                   --¡Date prisa! -dijo Eddie.
                   Ben tironeó ceñudamente con ambas manos. Por un momento le fue imposible
                moverse, pero al fin sus posaderas atravesaron el agujero. Los vaqueros le
                ciñeron dolorosamente las ingles estrujándole los testículos. La parte alta de la
                ventana le enroscó la camisa hasta los omóplatos. Ahora era la barriga lo que le
                impedía seguir.
                   --Húndela, Ben -dijo Richie entre risitas histéricas-. Si no la hundes, tendremos
                que enviar a Mike por el tractor de su padre para sacarte de ahí.
                   --Bip-bip, Richie -dijo Ben, apretando los dientes.
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