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--Para ti -repitió Stan-. Pero si yo hubiese intentado eso, no habría pasado nada.
                Porque... tú tienes a tu hermano, Bill, pero yo no tengo nada.
                   Recorrió el entorno con la vista: primero el salón, que había cobrado una
                tonalidad parda, sombría, tan densa y neblinosa que apenas se veía la puerta por
                donde habían entrado. Luego, el pasillo, iluminado pero también oscuro, también
                mugriento, también completamente inverosímil. Los elfos hacían cabriolas en el
                papel podrido bajo las rosas. El sol refulgía en los vidrios de la ventana, en el
                extremo del pasillo. Y Ben comprendió que si llegaban hasta allí encontrarían
                moscas muertas... más vidrios rotos ¿y qué más? ¿Las tablas del suelo separadas
                para hacerlos caer a una mortal oscuridad donde esperaban dedos codiciosos?
                Stan tenía razón: ¿cómo se les había ocurrido entrar en su guarida sin más
                protección que dos ridículos balines de plata y un inútil tirachinas?
                   Vio que el pánico de Stan saltaba de uno a otro, como un incendio de prados
                arrastrado por el viento. Se ensanchó en los ojos de Eddie, abrió la boca de Bev
                en una exclamación herida, hizo que Richie se ajustara las gafas con ambas
                manos para mirar alrededor como si temiera encontrarse con un enemigo
                pisándole los talones.
                   Temblaban, al borde de huir atropelladamente. Casi habían olvidado la
                recomendación de Bill de no separarse. Escuchaban al pánico que, con la fuerza
                de un vendaval, aullaba entre sus oídos. Como en un sueño, Ben oyó la voz de la
                señorita Davies, la ayudante de biblioteca, que leía a los pequeños: "¿Quién
                camina, "trip-trap", sobre mi puente?" Y los vio, vio a los niños inclinados hacia
                adelante, silenciosos y solemnes, reflejando en los ojos la eterna fascinación del
                cuento de hadas: ¿Sería el monstruo derrotado... o se los comería?
                   --¡Yo no tengo nada! -gimió Stan Uris. Parecía muy pequeño, casi tanto como
                para escurrirse entre las rendijas del suelo, como una carta humana-. ¡Tú tienes a
                tu hermano, tío, pero yo no tengo nada.!
                   --¡S-s-sí ti-ti-tienes! -chilló Bill.
                   Aferró a Stan y Ben y gimió mentalmente: "No, Bill, por favor, así actuaría Henry,
                si actúas así "Eso" nos matará a todos ahora mismo."
                   Bill hizo girar a Stan con mano ruda y le arrancó el librito del bolsillo trasero.
                   --¡Dame eso! -vociferó Stan, echándose a llorar.
                   Los otros, asustados, se apartaron de Bill, cuyos ojos parecían despedir llamas.
                Su frente relumbraba como una lámpara. Presentó el libro a Stan como un
                sacerdote presenta la cruz a un vampiro.
                   --T-t-tienes tus pa-p-p-p-pa...
                   Giró la cabeza hacia arriba con los tendones del cuello salientes, la nuez como
                una punta de flecha clavada en su garganta. Ben estaba lleno de miedo y piedad
                por su amigo Bill Denbrough, pero también experimentaba una fuerte sensación
                de maravilloso alivio. ¿Cómo había dudado de Bill? ¿Cómo había podido alguno
                de ellos dudar de Bill? "Oh, Bill, dilo, por favor, ¿no puedes decirlo?"
                   Y Bill, de algún modo, lo dijo:
                   --Tienes tus pa-pa-pa-p... ¡"Pájaros"!
                   Arrojó el libro a Stan. El niño judío lo tomó mirando a Bill sin decir palabra. En las
                mejillas le relucían las lágrimas. Apretó el libro hasta que los dedos se le pusieron
                blancos. Bill lo miró. Luego miró a los otros.
                   --V-v-vamos -ordenó.
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