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Algo estalló en la boca del desagüe. Al reconstruir esa primera confrontación,
más tarde, Ben sólo recordaría una forma cambiante, plateada y naranja. No era
fantasmal sino sólida, y él percibió, detrás de "Eso", alguna otra forma, verdadera
y definitiva. Pero sus ojos no podían captar exactamente lo que estaba viendo.
Y entonces Richie retrocedió a tropezones, con el rostro convertido en un
garabato de terror, gritando una y otra vez:
--¡El hombre-lobo, Bill! ¡Es el hombre-lobo! ¡El hombre-lobo adolescente!
De pronto, la silueta se materializó.
El hombre-lobo estaba de pie en la boca del desagüe con un pie peludo a cada
lado del agujero. Sus ojos verdes echaban llamas hacia ellos desde su cara
repulsiva. Estiró el hocico y una espuma blancoamarillenta le escurrió entre los
dientes. Emitió un gruñido aturdidor. Sus brazos se dispararon hacia Beverly, con
los puños de su chaqueta de la secundaria recogidos sobre los brazos peludos. Su
olor era caliente, crudo, asesino.
Beverly soltó un alarido. Ben la aferró por la parte trasera de la blusa y tiró con
tanta fuerza que se le desgarraron las costuras bajo los brazos. Una zarpa barrió
el aire allí donde ella estaba un momento antes. Beverly cayó tambaleándose
contra la pared. La bolita de plata escapó de su mano. Por un momento centelleó
en el aire. Mike, más rápido que el relámpago, la cogió de un manotazo antes de
que cayera y se la devolvió.
--Dispara, nena -dijo. Su voz sonaba casi serena-. Dispara ahora.
El hombre-lobo emitió un rugido que acabó en un aullido escalofriante, con el
hocico apuntando al cielo.
El aullido se convirtió en risa. La zarpa se abatió contra Bill, en el momento en
que el chico se volvía para mirar a Beverly. Ben lo apartó de un empellón y Bill
cayó despatarrado.
--¡Dispara, Bev! -aullaba Richie-. ¡Por Dios, dispara!
El hombre-lobo saltó hacia adelante y a Ben ya no le cupo duda, ni entonces ni
después, de que "Eso" sabía exactamente quién era el jefe. Trataba de alcanzar a
Bill. Beverly tensó la honda y disparó. Una vez más, el proyectil no iba hacia el
blanco, pero en esa oportunidad no hubo curva salvadora. Pasó a más de treinta
centímetros abriendo un agujero en el empapelado de la pared, sobre la bañera.
Bill pronunció una maldición a gritos.
La cabeza del hombre-lobo giró en redondo; sus ojos verdes, relucientes,
estudiaron a Beverly por un instante. Ben, sin pensar, se puso delante de ella, que
buscaba a ciegas, en su bolsillo, la otra munición de plata. Sus vaqueros eran
demasiado ajustados, porque aún estaba usando la ropa del año anterior. Sus
dedos se cerraron sobre la bolita, pero se le escapó. La buscó a tientas y logró
encontrarla. Tiró de ella sacándose el bolsillo y desparramando catorce centavos,
dos entradas de cine y un puñado de pelusa.
El hombre-lobo lanzó un zarpazo a Ben, que se mantenía protectoramente de
pie delante de ella... bloqueándole la puntería. El monstruo tenía la cabeza
inclinada en el ángulo mortífero de la bestia de presa y hacía sonar los dientes.
Ben estiró la mano, a ciegas. En sus reacciones ya no había espacio para el
terror: experimentaba, en cambio, una especie de furia mezclada con el
desconcierto y la sensación de que el tiempo, de algún modo, se había detenido
con un inesperado chirriar de frenos. Hundió los dedos en el pelo duro,