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--¿Crees que los pájaros servirán de algo? -preguntó Stan en voz baja y ronca.
--En la torre-depósito te sirvieron, ¿no? -apuntó Bev.
Stan la miró, inseguro. Richie le dio una palmada en el hombro.
--Vamos, Stan, amigo -lo alentó-. ¿Eres hombre o ratón?
--Debo de ser hombre -respondió Stan, tembloroso, limpiándose las lágrimas
con el dorso de la mano-. Que yo sepa, los ratones no se cagan en los pantalones.
Rieron, y Ben habría jurado que la casa se apartaba de ellos, de ese sonido
alegre. Mike giró.
--Esa habitación grande, la que dejamos atrás. ¡Mirad!
Miraron. El salón estaba ya casi negro. No era humo, no era gas; sólo negrura,
una negrura casi sólida. El aire había sido privado de su luz. La negrura parecía
rodar y doblarse ante sus miradas, casi coagulada en rostros.
--V-v-vamos.
Volvieron la espalda a lo negro y siguieron caminando por el pasillo. Había tres
puertas en él: dos con sucios pomos de porcelana blanca; la tercera, con un
simple agujero donde hubiera debido estar el pomo. Bill hizo girar el picaporte y
empujó para abrir. Bev, pegada a él, levantó el Bullseye.
Ben retrocedió, consciente de que los otros estaban haciendo lo mismo,
agrupándose detrás de Bill como perdices asustadas. Aquello era un dormitorio;
estaba vacío. Sólo había un colchón manchado. Los herrumbrados fantasmas de
los alambres en espiral, que formaban un somier desaparecido mucho tiempo
atrás, habían quedado tatuados en el pellejo amarillo del colchón. Ante la única
ventana, se balanceaban los girasoles.
--No hay nada... -comenzó Bill.
Y entonces el colchón empezó a inflarse y a desinflarse, rítmicamente. De pronto
se desgarró por el medio dejando escapar un líquido negro, pegajoso, que
manchó el relleno y corrió por el suelo hacia la puerta en largos cordones.
--¡Cierra, Bill! -gritó Richie. ¡Cierra esa maldita puerta!
Bill cerró de un portazo y miró a sus compañeros, asintiendo.
--Vamos.
Apenas había tocado el pomo de la segunda puerta, al otro lado del estrecho
pasillo, empezó a sonar aquel alarido zumbante detrás de la madera barata.
9.
Hasta Bill retrocedió ante ese grito agudo, inhumano. Ben tuvo la sensación de
que aquel ruido podía volverlo loco; imaginó un grillo gigantesco detrás de la
puerta, como en esas películas donde la radiactividad hace crecer a todos los
bichos. No habría podido correr, aunque ese espanto zumbador hubiese astillado
los paneles de la puerta para acariciarlo con sus grandes patas peludas. Notó que,
junto a él, Eddie respiraba con jadeos dificultosos.
El grito creció en intensidad sin perder su cualidad de insecto. Bill retrocedió un
paso más. Su cara ya no tenía sangre. Bajo los ojos abultados, los labios eran
sólo una cicatriz purpúrea.
--¡Dispara, Beverly! -se oyó gritar Ben-. ¡Dispara a través de la puerta! ¡Dispara
antes de que nos atrape!