Page 152 - La sangre manda
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suelen ser motivo de risa. El propio Dios es motivo de risa para la mayoría de

               la gente.
                    —O Diosa —dice Holly, con cierto remilgo.
                    —Sí, lo que sea, si Dios no existe, supongo que el género no importa. Así
               que solo nos queda el mal interno. Cosas propias de gente tarada. Hombres

               que  matan  a  palos  a  sus  hijos,  asesinos  en  masa  como  el  puto  Brady
               Hartsfield, la limpieza étnica, el genocidio. El 11-S, las matanzas a tiros, los
               atentados terroristas como el de hoy.
                    —¿Es  eso  lo  que  dicen?  —pregunta  Holly—.  ¿Un  atentado  terrorista,

               quizá del Estado Islámico?
                    —Eso es lo que suponen, pero nadie ha reivindicado aún la autoría.
                    Ahora Jerome se lleva la otra mano a la otra mejilla, se oye el roce del
               vello, ¿y son lágrimas eso que ve Holly en sus ojos? Le parece que sí, y si él

               llora, ella no podrá contenerse. La tristeza está adueñándose de ambos, y eso
               es un verdadero rollo.
                    —Pero, he aquí la cuestión con respecto al mal interno y el mal externo,
               Holly: Yo no creo que haya ninguna diferencia. ¿Y tú?

                    Ella se para a pensar en todo lo que sabe y todo lo que ha experimentado
               junto a ese joven, y Bill, y Ralph Anderson.
                    —No —contesta—. Creo que no.
                    —A mí me parece que es un pájaro —dice Jerome—. Un pájaro grande,

               muy sucio, de color gris escarcha. Vuela por aquí, por allí, por todas partes.
               Voló  hasta  la  cabeza  de  Brady  Hartsfield.  Voló  hasta  la  cabeza  de  ese
               individuo que mató a tiros a un montón de gente en Las Vegas. Ese pájaro
               habitó también en Eric Harris y Dylan Klebold. En Hitler. En Pol Pot. Vuela

               hasta sus cabezas y, una vez perpetrada la carnicería, vuelve a marcharse. Me
               gustaría atrapar a ese pájaro. —Aprieta los puños y la mira, y sí, son lágrimas
               —. Atraparlo y retorcerle el puto pescuezo.
                    Holly rodea el escritorio, se arrodilla a su lado y lo abraza. Es un abrazo

               torpe, con él sentado en la silla, pero cumple su función. La presa revienta.
               Cuando Jerome habla contra su mejilla, ella siente el roce de ese asomo de
               barba.
                    —El perro está muerto.

                    —¿Qué? —Entre los sollozos, ella apenas lo entiende.
                    —Lucky. El golden. El cabrón que lo secuestró, al ver que no iba a recibir
               el rescate, lo abrió en canal y lo tiró a una cuneta. Alguien lo vio, todavía
               vivo, pero por poco, y lo llevó al hospital veterinario Ebert de Youngstown.







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