Page 150 - La sangre manda
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que pasó bastante inadvertido, protagonizado por Anthony Perkins y Tuesday

               Weld, pero esta noche no quiere veneno, ni maravilloso ni de ningún tipo. La
               han  envenenado  las  noticias  de  Pennsylvania,  y  aun  así  puede  que  no  sea
               capaz de resistirse a sintonizar la CNN. Eso le provocaría horas de vueltas y
               más vueltas en la cama, hasta las dos o incluso las tres de la madrugada.

                    Como  casi  todo  el  mundo  en  este  siglo  XXI  anegado  de  medios  de
               comunicación, Holly se ha acostumbrado a la violencia que los hombres (en
               la mayoría de los casos son hombres) se infligen mutuamente en nombre de la
               religión o la política —esos espectros—, pero lo ocurrido en esa escuela de

               secundaria de las afueras de un pueblo se parece demasiado a lo que estuvo a
               punto  de  suceder  en  el  Centro  de  Arte  y  Cultura  del  Medio  Oeste,  donde
               Brady Hartsfield quiso atentar contra varios miles de chicos, y lo que ocurrió
               en el Centro Cívico, donde embistió con un sedán Mercedes a una multitud de

               personas que buscaban empleo, matando… no recuerda a cuántas. No quiere
               recordarlo.
                    Está guardando las carpetas —al fin y al cabo, ha de marcharse a casa
               tarde o temprano— cuando vuelve a oír el ascensor. Espera a ver si sube más

               allá de la cuarta planta, pero se detiene. Seguramente será Jerome; aun así,
               abre el segundo cajón de su escritorio y palpa el bote que guarda ahí. Tiene
               dos botones. Uno activa una bocina ensordecedora. El otro rocía espray de
               pimienta.

                    Es él. Holly suelta el IntruderGuard y cierra el cajón. Se maravilla (y no
               por primera vez desde que Jerome ha vuelto de Harvard) de lo alto y apuesto
               que  es.  Le  desagrada  esa  pelusa  alrededor  de  la  boca,  lo  que  él  llama
               «perilla», pero jamás se lo diría. Esta noche su andar, por lo regular enérgico,

               es  lento  y  un  poco  lánguido.  Le  dirige  un  parco  «Eh,  Hollyberry»,  y  se
               desploma en la silla que en horario laboral reservan a los clientes.
                    Normalmente  lo  reprendería  por  lo  mucho  que  le  desagrada  ese  mote
               infantil —entre ellos es su forma de llamada y respuesta—, pero esta noche

               no. Son amigos, y como Holly es una persona que nunca ha tenido muchos,
               pone todo su empeño en merecer los que tiene.
                    —Se te ve muy cansado.
                    —Un largo viaje en coche. ¿Has oído las noticias sobre ese colegio? En la

               radio no hablan de otra cosa.
                    —Estaba viendo John Law cuando han interrumpido el programa. Llevo
               evitándolo desde entonces. ¿Ha sido muy grave?
                    —Dicen que por el momento hay veintisiete muertos, veintitrés niños de

               entre  doce  y  catorce  años.  Pero  el  recuento  aumentará.  Todavía  no  han




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