Page 154 - La sangre manda
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abrasador para quienes hacen esas cosas. Se acuerda del pájaro de color gris

               escarcha de Jerome.
                    «El  hombre  que  entregó  la  bomba  fue  captado  por  una  cámara  de
               seguridad  al  solicitar  acceso  a  través  del  intercomunicador  —continúa
               Mitchell—. Vamos a mostrar su foto durante los próximos treinta segundos.

               Mírenlo  con  atención  y,  si  lo  reconocen,  llamen  al  número  que  verán  en
               pantalla.  Se  ofrece  una  recompensa  de  doscientos  mil  dólares  por  su
               detención y posterior condena».
                    Aparece  la  imagen.  Es  en  color,  y  clara  como  el  agua.  No  es  perfecta

               porque la cámara está situada encima de la puerta y el hombre mira al frente,
               pero  es  bastante  buena.  Holly  se  inclina,  y  se  activan  de  inmediato  sus
               extraordinarias dotes para el oficio, algunas innatas, otras desarrolladas en los
               tiempos de su colaboración con Bill Hodges. El individuo es caucásico, de

               piel bronceada (cosa poco probable en esta época del año pero no imposible),
               un hispano de piel clara, alguien de Oriente Medio, o acaso vaya maquillado.
               Holly  decide  que  es  caucásico  con  maquillaje.  Le  calcula  alrededor  de
               cuarenta  y  cinco  años.  Lleva  gafas  con  montura  dorada.  Tiene  un  bigote

               negro, pequeño y bien recortado. El cabello, también negro, lo lleva corto.
               Eso lo ve porque va sin gorra, con lo cual queda a la vista una parte mayor de
               su rostro. Muy audaz, el hijo de mala madre, piensa Holly. Sabía que habría
               cámaras, sabía que habría fotografías, y le dio igual.

                    —No  hijo  de  mala  madre  —dice  sin  apartar  la  vista  del  retrato.
               Registrando  cada  una  de  sus  facciones.  No  porque  el  caso  sea  suyo,  sino
               porque ella es así—. Es un hijo de puta, eso es.
                    Reaparece Andrea Mitchell. «Si lo conocen, llamen al número que ven en

               pantalla, y háganlo de inmediato. Ahora vamos a conectar con la escuela de
               secundaria Macready y con nuestro hombre en el lugar de los hechos. Chet,
               ¿sigues ahí?».
                    Ahí sigue, de pie en una mancha de luz intensa proyectada por la cámara.

               Otras  luces  intensas  iluminan  la  fachada  lateral  dañada  de  la  escuela;  cada
               ladrillo  caído  tiene  su  propia  sombra  angulosa.  Se  oye  el  rugido  de  los
               generadores.  Personas  de  uniforme  corren  de  acá  para  allá  vociferando  y
               hablando por micrófonos. Holly ve FBI en algunas de las chaquetas; ATF en

               otras.  Hay  un  equipo  con  monos  blancos  de  Tyvek.  La  cinta  amarilla  del
               precinto  ondea.  Se  percibe  una  sensación  de  caos  controlado.  O  al  menos
               Holly confía en que esté controlado. Debe de haber alguien al mando, quizá
               en la autocaravana que ve al fondo de la toma, en el lado izquierdo.







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