Page 159 - La sangre manda
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cuatro por semana, etcétera, etcétera. Holly procura no pensar en el dolor de

               cabeza que las llamadas de su madre —y esta en particular— casi siempre le
               provocan. Asegura a su madre que sí, que estará allí el domingo para ayudar,
               y  sí,  llegará  al  mediodía,  para  poder  disfrutar  de  una  comida  más  como
               familia.

                    Mi familia, piensa Holly. Mi puñetera familia.
                    Como Jerome apaga el teléfono mientras trabaja, llama a Tanya Robinson,
               la madre de Jerome y Barbara. Le dice a Tanya que no podrá comer con ellos
               el  domingo  porque  ha  de  viajar  al  norte.  Una  urgencia  familiar,  por  así

               decirlo, explica.
                    —Vaya, Holly —dice Tanya—. Lamento oírlo, cariño. ¿Lo llevarás bien?
                    —Sí —contesta Holly. Es lo que siempre dice cuando alguien le hace esa
               espantosa pregunta cargada de significado.

                    Está casi segura de que mantiene un tono de normalidad, pero, en cuanto
               cuelga, se cubre la cara con las manos y se echa a llorar. Lo desencadena ese
               «cariño». Tener a alguien que la llama «cariño», a ella, a quien en el instituto
               la apodaban Mongo-Mongo.

                    Tener al menos eso a lo que volver.




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               El sábado por la noche planea el viaje en coche mediante la aplicación Waze

               desde su ordenador, incluyendo una parada para ir al baño y repostar su Prius.
               Si quiere llegar a mediodía, tendrá que salir a las siete y media, lo que le dará
               tiempo para una taza de té (descafeinado), unas tostadas y un huevo pasado

               por  agua.  Una  vez  realizado  con  todo  detalle  este  trabajo  preliminar,  se
               acuesta y se queda despierta en la cama durante dos horas, a diferencia de lo
               que le ocurrió la noche después del atentado en la escuela Macready. Cuando
               por fin se duerme, sueña con Chet Ondowsky. Este habla de la carnicería que
               presenció al incorporarse a las tareas de los primeros servicios de emergencia

               que  acudieron  al  lugar,  y  dice  cosas  que  nunca  diría  por  televisión.  Había
               sangre en los ladrillos, dice. Había un zapato con un pie todavía dentro, dice.
               La niña que llamaba llorando a su madre, dice, gritó de dolor pese a que él la

               cogió en brazos con suma delicadeza. Cuenta todo esto con su mejor voz de
               informador objetivo, pero mientras habla se rasga las vestiduras. No solo el
               bolsillo y la manga de la chaqueta del traje, sino primero una solapa y después
               la otra. Se tira de la corbata y la rompe en dos. Después se desgarra la parte
               delantera de la camisa, arrancándose los botones.



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