Page 162 - La sangre manda
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antes de que lo mataran de un tiro en Cicero.

                    —Sí que es como El padrino —comenta Holly, maravillada, pero Jerome
               niega con la cabeza.
                    —No, no es igual, porque los negros nunca pueden ser estadounidenses de
               la misma manera que los italianos y los irlandeses. La piel negra se resiste al

               crisol.  Quiero  contar…  —Se  interrumpe—.  Quiero  contar  que  la
               discriminación es el padre del delito. Quiero contar que la tragedia de Alton
               Robinson  fue  pensar  que  a  través  del  delito  podía  alcanzar  una  especie  de
               igualdad, y que eso resultó ser una quimera. Al final, no lo mataron porque su

               camino se cruzara con el de Paulie Ricca, que fue el sucesor de Capone, sino
               porque era negro. Porque era un negrata.
                    Jerome, que irritaba a Bill Hodges (y escandalizaba a Holly) imitando a
               veces  el  acento  de  los  negros  tal  como  lo  reproducían  antiguamente  en  las

               obras de  teatro  —todo  sí  bwana  y po’  supue’to,  amo—,  escupe  esa  última
               palabra.
                    —¿Le has puesto título? —pregunta Holly en voz baja.
                    Se acercan a la salida de Covington.

                    —Sí, creo que sí. Pero no fue idea mía. —Jerome parece abochornado—.
               Escúchame, Hollyberry, si te digo una cosa, ¿me prometes que guardarás el
               secreto? ¿Que no se lo dirás a Pete ni a Barb ni a mis padres? Sobre todo a
               ellos.

                    —Por supuesto. Sé guardar un secreto.
                    Jerome sabe que es verdad; aun así, vacila un momento antes de lanzarse.
                    —Mi  profesor  de  sociología  en  blanco  y  negro  envió  el  trabajo  a  una
               agente de Nueva York. Elizabeth Austin, se llama. A ella le interesó, así que

               después de Acción de Gracias le mandé las cien páginas que he escrito desde
               el verano. La señora Austin cree que es publicable, y no solo por una editorial
               académica, que era lo máximo a lo que aspiraba yo. Cree que podría interesar
               a  alguna  de  las  grandes.  Sugirió  que  le  pusiera  por  título  el  nombre  de  la

               taberna clandestina del tatarabuelo. Black Owl: el ascenso y la caída de un
               gánster americano.
                    —¡Jerome,  eso  es  estupendo!  Seguro  que  infinidad  de  gente  estaría
               interesada en un libro con ese título.

                    —Gente negra, querrás decir.
                    —¡No! ¡Toda clase de gente! ¿Tú crees que El padrino solo gustó a los
               blancos?  —De  pronto  la  asalta  una  duda—.  Pero  ¿cómo  se  lo  tomará  tu
               familia? —Está pensando en su propia familia, que se horrorizaría si salieran

               a la luz semejantes trapos sucios.




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