Page 164 - La sangre manda
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preparando para lo que promete ser un almuerzo estresante y una tarde aún

               más estresante. El día del traslado, piensa. Dios santo.
                    Entra en el camino de acceso del número 42 de Lily Court, apaga el motor
               y se vuelve hacia Jerome.
                    —Te pongo sobre aviso. Según mi madre, él ha empeorado mucho en las

               últimas semanas. A veces exagera, pero creo que esta vez no.
                    —Me hago cargo de la situación. —Jerome le da un breve apretón en la
               mano—. No te preocupes por mí. Basta con que cuides de ti misma, ¿vale?
                    Antes de que ella pueda responder, se abre la puerta del número 42 y sale

               Charlotte Gibney, vestida aún con su mejor ropa de iglesia. Holly levanta una
               mano en un saludo vacilante, que Charlotte no devuelve.
                    —Pasa —dice—. Llegas tarde.
                    Holly sabe que llega con retraso. Cinco minutos.

                    Cuando se acercan a la puerta, Charlotte mira a Jerome como diciendo:
               qué hace este aquí.
                    —Ya conoces a Jerome —dice Holly. Y así es: se han visto cinco o seis
               veces, y Charlotte siempre lo obsequia con esa misma mirada—. Ha venido

               para hacerme compañía y darme apoyo moral.
                    Jerome dirige a Charlotte su sonrisa más encantadora.
                    —Hola,  señora  Gibney.  Me  he  invitado  yo  mismo.  Espero  que  no  le
               moleste.

                    Ante eso, Charlotte se limita a responder:
                    —Entrad, aquí fuera me estoy congelando. —Como si hubiera sido idea
               de ellos, y no de ella, salir a la escalinata de entrada.
                    En  el  número  42,  donde  Charlotte  ha  vivido  con  su  hermano  desde  la

               muerte de su marido, hace un calor sofocante y la mezcla de olores es tan
               intensa que Holly espera no tener un ataque de tos. O arcadas, lo que sería aún
               peor. En el pequeño recibidor hay cuatro mesas, que estrechan el paso a la
               sala  de  estar  hasta  tal  punto  que  el  recorrido  resulta  peligroso,  sobre  todo

               porque  las  mesas  están  atestadas  de  figurillas  de  porcelana,  la  pasión  de
               Charlotte:  elfos,  gnomos,  troles,  ángeles,  payasos,  conejitos,  bailarinas,
               perritos, gatitos, muñecos de nieve, Jack y Jill (cada uno con un cubo), y el
               plato fuerte, un muñequito de masa de Pillsbury.

                    —La comida ya está en la mesa —informa Charlotte—. Solo cóctel de
               fruta y pollo frío, me temo, pero de postre hay tarta, y… y…
                    Se le llenan los ojos de lágrimas, y cuando Holly lo ve, experimenta —a
               pesar  de  lo  mucho  que  ha  trabajado  el  asunto  en  terapia—  una  oleada  de

               resentimiento rayano en el odio. Puede que sea odio. Se acuerda del sinfín de




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