Page 167 - La sangre manda
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antes aterrorizaba a la propia Holly, y que sus rasgos más deplorables —la

               necesidad  de  criticar,  la  necesidad  de  controlar  las  situaciones—  surgen  de
               ese miedo. He aquí una situación que no puede controlar.
                    Y  quiere  al  tío  Henry,  piensa  Holly.  Eso  también.  Es  su  hermano,  lo
               quiere y ahora él está a punto de irse. En muchos sentidos.

                    Cuando termina el almuerzo, Charlotte destierra a los hombres al salón
               («Id a ver vuestro partido, chicos», les dice) mientras Holly y ella friegan los
               contados platos. En cuanto se quedan solas, Charlotte dice a Holly que le pida
               a su amigo que aparte el coche para que puedan sacar el de Henry del garaje.

                    —Sus  cosas  están  en  el  maletero,  todo  listo  y  a  punto.  —Habla  por  la
               comisura de los labios, como una actriz en una película de espías mala.
                    —Me ha confundido con Janey —dice Holly.
                    —Claro,  Janey  fue  siempre  su  preferida  —responde  Charlotte,  y  Holly

               siente de nuevo que la traspasa una de esas dagas de cristal.




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               Puede que Charlotte Gibney no se haya alegrado mucho de ver aparecer al

               amigo  de  Holly,  pero  está  más  que  dispuesta  a  permitir  a  Jerome  que
               conduzca  la  enorme  tartana  del  tío  Henry,  un  Buick  (doscientos  mil
               kilómetros recorridos), hasta el centro de la tercera edad Rolling Hills, donde
               lo espera una habitación desde el primero de diciembre. Charlotte confiaba en

               que su hermano pudiera quedarse en casa hasta después de Navidad, pero ya
               ha empezado a orinarse en la cama, lo cual es mal asunto, y a vagar por el
               barrio, a veces en zapatillas de estar por casa, lo cual es peor.

                    Cuando llegan, Holly no ve en las inmediaciones una sola colina sinuosa,
               como  parecería  indicar  el  nombre  del  centro,  sino  solo  un  supermercado
               Wawa y una decrépita bolera en la otra acera. Un hombre y una mujer con la
               chaqueta azul del centro de la tercera edad acompañan a una hilera de seis u
               ocho ancianos que regresan de la bolera; el hombre mantiene las manos en

               alto para parar el tráfico hasta que el grupo llegue sano y salvo al otro lado.
               Los pacientes (no es la palabra adecuada, pero es la que acude a la mente de
               Holly)  van  cogidos  de  la  mano,  con  lo  que  parecen  niños  de  excursión

               envejecidos de forma prematura.
                    —¿Esto es el cine? —pregunta el tío Henry cuando Jerome accede con el
               Buick a la rotonda situada delante de la entrada del centro de la tercera edad
               —. Pensaba que íbamos al cine.





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