Page 165 - La sangre manda
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veces que, por echarse a llorar en presencia de su madre, esta la mandó a su

               habitación «hasta que se te pase». La asalta el impulso de arrojar esas mismas
               palabras a la cara de su madre ahora, pero, en lugar de eso, le da un incómodo
               abrazo. Al hacerlo, nota lo cerca que están los huesos bajo la carne escasa y
               fofa, y toma conciencia de que su madre es una anciana. ¿Cómo puede sentir

               tanto rechazo por una vieja que a todas luces necesita su ayuda? Por lo visto,
               la respuesta es: «muy fácilmente».
                    Al cabo de un momento, Charlotte aparta a Holly con una leve mueca,
               como si hubiese percibido un mal olor.

                    —Ve a ver a tu tío y dile que la comida está lista. Ya sabes dónde está.
                    Holly,  en  efecto,  lo  sabe.  Del  salón  llegan  las  voces  de  unos  locutores
               rebosantes de entusiasmo profesional, los presentadores del programa previo
               al partido de fútbol. Jerome y ella avanzan en fila por miedo a derribar alguna

               figurilla de la galería de porcelana.
                    —¿Cuántos de estos tiene? —pregunta Jerome en un susurro.
                    Holly mueve la cabeza en un gesto de negación.
                    —No lo sé. Siempre le han gustado, pero se le ha ido de las manos desde

               la muerte de mi padre. —A continuación, alzando la voz y afectando alegría,
               saluda—: ¡Hola, tío Henry! ¿Estás listo para comer?
                    Salta a la vista que el tío Henry no ha ido a la iglesia. Repantigado en su
               La-Z-Boy, viste una sudadera Purdue manchada de huevo del desayuno y uno

               de esos vaqueros con cintura elástica. Lo lleva caído, dejando a la vista unos
               calzoncillos  con  un  estampado  de  pequeños  banderines.  Aparta  la  vista  del
               televisor para mirar a sus visitantes. Se queda inexpresivo, y de pronto sonríe.
                    —¡Janey! ¿Qué haces aquí?

                    Eso traspasa a Holly como una daga de cristal, y Chet Ondowsky vuelve a
               su mente por un momento, con las manos arañadas y el bolsillo de la chaqueta
               roto. ¿Y cómo no? Janey era su prima, una persona alegre y animada, todo lo
               que Holly nunca podría ser, y fue novia de Bill Hodges un tiempo, antes de

               morir en otra explosión, víctima de una bomba colocada por Brady Hartsfield
               y dirigida a Bill.
                    —No  soy  Janey,  tío  Henry.  —Aún  con  la  misma  alegría  afectada  que
               normalmente uno reserva para las fiestas—. Soy Holly.

                    Vuelve  a  quedarse  inexpresivo  mientras  unos  engranajes  oxidados
               realizan la tarea que antes resolvían en un santiamén. Por fin mueve la cabeza
               en un gesto de asentimiento.
                    —Claro. Es la vista, supongo. De tanto ver la tele —se excusa él. Pero la

               vista no es el problema, piensa Holly, hace años que Janey está en la tumba.




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