Page 169 - La sangre manda
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—Vamos  a  ver  su  habitación  —propone  la  señora  Braddock—.  ¡Le

               gustará, Henry!
                    Lo coge por el brazo, pero Henry se resiste. Mira a su hermana.
                    —¿Qué está pasando aquí, Charlie?
                    No llores ahora, piensa Holly, aguanta, no te atrevas. Pero, vaya, el grifo

               se abre, y a pleno caudal.
                    —¿Por qué lloras, Charlie? —pregunta el tío Henry. Luego exclama—:
               ¡No quiero estar aquí! —No es su estentóreo bramido de «Mister Tibbs», sino
               más  bien  un  gimoteo.  Como  el  de  un  niño  al  darse  cuenta  de  que  van  a

               ponerle  una  inyección.  Aparta  la  vista  de  las  lágrimas  de  Charlotte  y  ve  a
               Jerome acercarse con su equipaje—. ¡Eh! ¡Eh! ¿Qué haces con esas maletas?
               ¡Son mías!
                    —Bueno  —dice  Jerome,  pero  parece  que  no  sabe  qué  hacer  a

               continuación.
                    Los ancianos entran en fila de su excursión a la bolera, donde sin duda,
               piensa Holly, muchas bolas se han ido al canal lateral. El empleado que antes
               levantaba  las  manos  para  detener  el  tráfico  se  acerca  a  una  enfermera  que

               parece haber salido de la nada. Es ancha de cadera y bíceps.
                    Los dos flanquean a Henry y lo sujetan con delicadeza por los brazos.
                    —Ven por aquí —dice el hombre de la bolera—. Echaremos un vistazo a
               tu nueva choza, hermano. A ver qué te parece.

                    —Que me parece ¿qué? —pregunta Henry, pero empieza a andar.
                    —¿Sabes una cosa? —dice la enfermera—. En la sala común están dando
               el partido y tenemos la tele más grande que hayas visto en tu vida. Te sentirás
               como si estuvieras en la línea de cincuenta yardas. Primero una ojeada rápida

               a tu habitación y luego puedes ir a verlo.
                    —Y  también  muchas  galletas  —dice  la  señora  Braddock—.  Recién
               hechas.
                    —¿Juegan los Browns? —pregunta Henry.

                    Se acercan a una puerta de dos hojas. Pronto desaparecerá al otro lado.
               Donde,  piensa  Holly,  comenzará  a  vivir  el  resto  de  su  vida,  cada  vez  más
               sombrío.
                    La enfermera se ríe.

                    —No,  no,  los  Browns,  no;  están  eliminados.  Juegan  los  Cuervos.
               ¡Piquemos y derribemos!
                    —Bien —dice Henry, y añade algo que en la vida habría dicho antes de
               que sus engranajes neuronales empezaran a oxidarse—. Esos Browns son una

               panda de hijos de puta.




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