Page 199 - La sangre manda
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—Brad encargó que instalaran esto cuando perdí el uso de las piernas —

               explica Dan.
                    Brad  entrega  a  Holly  la  bandeja  y  coloca  al  anciano  en  la  silla
               salvaescaleras con la soltura de quien tiene mucha práctica. Dan aprieta un
               botón y la silla empieza a elevarse. Brad coge de nuevo la bandeja, y Holly y

               él suben junto a la silla, que es lenta pero segura.
                    —Qué casa tan bonita —comenta Holly. Debe de ser cara es el corolario
               tácito.
                    Dan le lee el pensamiento.

                    —De mi abuelo. Fábricas de papel y pasta de papel.
                    De pronto Holly cae en la cuenta. En el cuarto del material de Finders
               Keepers  tienen  paquetes  de  papel  Bell  para  fotocopiadora.  Dan  advierte  su
               expresión y sonríe.

                    —Sí,  exacto,  Bell  Paper  Products,  ahora  parte  de  un  conglomerado
               multinacional que conservó el nombre. Hasta la década de 1920, mi abuelo
               era dueño de fábricas por todo el oeste de Maine: Lewiston, Lisbon Falls, Jay,
               Mechanic  Falls.  Ya  todas  cerradas  o  convertidas  en  centros  comerciales.

               Perdió casi toda su fortuna en el crac del 29 y la Depresión. La vida no fue un
               lecho de rosas para mi padre ni para mí. Tuvimos que trabajar para pagarnos
               nuestros entretenimientos. Pero pudimos conservar la casa.
                    En  la  primera  planta,  Brad  coloca  a  Dan  en  otra  silla  de  ruedas  y  lo

               conecta a otra botella de oxígeno. Parece abarcar toda la planta una espaciosa
               habitación donde el sol de diciembre tiene prohibida la entrada. Unas cortinas
               opacas cubren las ventanas. Hay cuatro ordenadores en dos escritorios, varias
               videoconsolas  que  a  Holly  le  parecen  de  última  generación,  numerosos

               aparatos de audio y un gigantesco televisor de pantalla plana. Se ven varios
               altavoces instalados en las paredes. Otros dos flanquean el televisor.
                    —Deja la bandeja, Brad, o acabarás derramándolo todo.
                    La mesa que Dan señala con una de sus manos artríticas está repleta de

               revistas  de  informática  (entre  ellas,  varios  números  de  SoundPhile,
               publicación  de  la  que  Holly  nunca  había  oído  hablar),  lápices  USB,  discos
               duros externos y cables. Holly se dispone a despejar un hueco.
                    —Ah, basta con que lo tire todo al suelo —dice Dan.

                    Holly mira a Brad, que asiente con expresión de disculpa.
                    —Soy un poco desordenado —dice.
                    Cuando la bandeja está a salvo en su sitio, Brad reparte los tazones y pone
               pastas en tres platos. Presentan un aspecto delicioso, pero Holly ya no sabe si

               tiene  apetito  o  no.  Comienza  a  sentirse  como  Alicia  en  la  merienda  del




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