Page 234 - La sangre manda
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17 de diciembre de 2020







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               Como  alumna  de  último  curso  con  mención  honorífica  en  el  instituto

               Houghton,  Barbara  Robinson  goza  prácticamente  de  entera  libertad  para
               deambular a su antojo durante la hora libre, que va de 9.00 a 9.50. Cuando
               suena el timbre que anuncia el final de su clase de literatura inglesa antigua,

               va al aula de arte, vacía en ese momento. Se saca el teléfono del bolsillo de
               atrás del pantalón y llama a Jerome. A juzgar por su voz, está casi segura de
               que lo ha despertado. Lo que yo daría por la vida de escritor, piensa.
                    Barbara no pierde el tiempo.
                    —¿Dónde está esta mañana, J?

                    —No lo sé —dice—. He eliminado el localizador.
                    —¿De verdad?
                    —De verdad.

                    —Bueno…, vale.
                    —¿Puedo seguir durmiendo?
                    —No —responde ella. Barbara lleva en pie desde las 6.45, y desgracia
               compartida, menos sentida—. Es hora de levantarse y agarrar al mundo por
               los huevos.

                    —Esa boca, hermana —dice y, pum, cuelga.
                    Barbara se detiene junto a una acuarela del lago francamente mala que ha
               pintado algún alumno, con la mirada fija en su teléfono y el ceño fruncido.

               Posiblemente Jerome tiene razón: Holly se ha ido a ver a un hombre al que ha
               conocido a través de una web de citas. No para follar con él, eso no es propio
               de  Holly,  pero  ¿para  establecer  un  contacto  humano?  ¿Para  relacionarse,
               como sin duda su terapeuta le ha dicho que debe hacer? Eso Barbara puede
               creérselo. Al fin y al cabo, Portland debe de estar por lo menos a ochocientos

               kilómetros del lugar de ese atentado que tanto la interesaba. Quizá más lejos.
                    Ponte  en  su  piel,  se  dice  Barbara.  ¿No  querrías  que  se  respetara  tu
               intimidad? ¿Y no te sublevarías si llegaras a enterarte de que tus amigos —tus

               supuestos amigos— han estado espiándote?
                    Holly no iba a enterarse, pero ¿cambiaba eso la ecuación básica?



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