Page 236 - La sangre manda
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—Más te vale —dice Pete—. El martes tienes que prestar declaración. Y

               la fiesta de Navidad de la oficina es el miércoles. Me propongo darte un beso
               bajo el muérdago.
                    —Uf —responde Holly, pero sonríe.
                    Llega al centro comercial Monroeville a las once y cuarto y se obliga a

               quedarse en el coche otros quince minutos, a veces pulsando el Fitbit (tiene
               las pulsaciones un poco por encima de cien), a veces rezando para que Dios le
               dé fortaleza y calma. Y también capacidad de persuasión.
                    A las once y media entra en el centro comercial y se pasea lentamente por

               delante de las tiendas —Jimmy Jazz, Payless, Clutch, Boobaloo Strollers—,
               mirando los escaparates no para examinar el contenido, sino para captar el
               reflejo de Chet Ondowsky, si es que está vigilándola. Y será Chet. Su otro yo,
               el que ella llama George, ahora es el hombre más buscado de Estados Unidos.

               Holly  supone  que  podría  existir  una  tercera  plantilla,  pero  lo  considera
               improbable; tiene un yo cerdo y un yo zorro, ¿para qué necesita más?
                    Por  fin,  a  las  doce  menos  diez,  se  pone  en  la  cola  de  Starbucks  para
               llevarse una taza de café y luego en la de Sbarro para coger un trozo de pizza

               que no le apetece. Se baja la cremallera de la cazadora para que se le vea el
               jersey rosa de cuello alto y después busca una mesa. Aunque es la hora del
               almuerzo, hay bastantes mesas libres, más de las que preveía, lo que le causa
               inquietud. En el propio centro comercial se observa poco movimiento, sobre

               todo para ser la temporada de compras navideñas. Parece atravesar tiempos
               difíciles, hoy día todo el mundo compra por Amazon.
                    Llegan las doce. Un joven con unas gafas de sol modernas y un chaquetón
               acolchado  (de  cuya  cremallera  cuelgan  con  desenfado  un  par  de  pases  de

               telesquí) afloja el paso, como si se propusiera entablar conversación con ella,
               pero sigue adelante. Holly siente alivio. No se le da bien quitarse a la gente de
               encima, porque nunca ha tenido grandes motivos para desarrollar esa aptitud.
                    A las doce y cinco empieza a pensar que Ondowsky no va a presentarse.

               De pronto, a las doce y siete, un hombre habla a su espalda, y emplea la voz
               cálida  en  plan  «todos  somos  amigos»  de  quien  aparece  con  regularidad  en
               televisión.
                    —Hola, Holly.

                    Ella  se  sobresalta  y  casi  derrama  el  café.  Es  el  joven  de  las  gafas
               modernas.  Al  principio,  Holly  piensa  que  finalmente  sí  existe  una  tercera
               plantilla, pero cuando Ondowsky se quita las gafas, ve que sin duda es él. Su
               rostro  es  ahora  un  poco  más  anguloso,  las  arrugas  en  torno  a  la  boca  han

               desaparecido,  y  tiene  los  ojos  más  juntos  (aspecto  poco  propicio  para  la




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