Page 240 - La sangre manda
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—La  escucho.  —La  palabra  «escucho»  va  acompañada  de  una  de  esas

               pausas.  Esta  más  perceptible.  Porque  está  nervioso,  deduce  Holly.  Bien.
               Nervioso es precisamente como lo quiere.
                    —Trescientos  mil  dólares.  En  efectivo.  Billetes  de  cincuenta  y  de  cien.
               Métalos en una caja como la que llevó a la escuela Macready, aunque no hace

               falta  que  se  moleste  con  las  pegatinas  de  Navidad  y  el  uniforme  falso.
               Tráigalo a mi lugar de trabajo el sábado por la tarde, a las seis. Eso le deja lo
               que  queda  de  día  y  todo  mañana  para  reunir  el  dinero.  Llegue  puntual,  no
               como hoy. Si se retrasa, prepárese. Le conviene recordar que estoy a un tris de

               destapar el pastel. Me da usted náuseas. —También es verdad, y supone que
               si apretara ahora el botón del Fitbit vería que las pulsaciones le han subido a
               170.
                    —Pongamos que aceptara, ¿cuál es su lugar de trabajo? ¿Y en que trabaja

               usted allí?
                    Contestar  a  eso  puede  ser  firmar  su  propia  sentencia  de  muerte  si  algo
               falla, Holly lo sabe, pero ya es tarde para echarse atrás.
                    —El edificio Frederick. —Da el nombre de la ciudad—. El sábado a las

               seis, y como falta poco para Navidad, lo tendremos todo para nosotros solos.
               Cuarta planta. Finders Keepers.
                    —¿Qué  es  exactamente  Finders  Keepers?  ¿Una  agencia  de  morosos  o
               algo así? —Arruga la nariz, como si hubiese percibido un mal olor.

                    —Nos  ocupamos  de  algún  que  otro  cobro  —admite  Holly—.  Pero  nos
               dedicamos más a otras cosas. Somos una agencia de investigación.
                    —Dios mío, ¿es una auténtica detective? —Ha recuperado la sangre fría
               lo  suficiente  para,  en  un  gesto  sarcástico,  tocarse  el  pecho  en  las

               inmediaciones del corazón (si lo tiene, debe de ser negro, Holly está segura).
                    No está dispuesta a seguirle la corriente.
                    —A las seis, cuarta planta. Trescientos mil. Billetes de cincuenta y de cien
               en una caja. Entre por la puerta lateral. Llámeme por teléfono al llegar y le

               enviaré el código para entrar en un mensaje de texto.
                    —¿Hay cámara?
                    La  pregunta  no  sorprende  a  Holly  en  absoluto.  Es  un  periodista  de
               televisión. A diferencia del visitante que mató a Frank Peterson, las cámaras

               forman parte de su vida.
                    —Sí, pero está averiada. Desde la tormenta helada de este mes. Todavía
               no la han arreglado.
                    Holly advierte que él no se lo cree, pero resulta que es verdad. Al Jordan,

               el portero del edificio, es un holgazán al que deberían haber despedido (en




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