Page 241 - La sangre manda
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humilde opinión de Holly, y de Pete) hace mucho tiempo. El problema no es

               solo la cámara de la entrada lateral; de no ser por Jerome, la gente que ocupa
               oficinas de la séptima planta tendría que seguir subiendo a pie por la escalera
               hasta lo alto del edificio.
                    —Nada más entrar, hay un detector de metales, y eso sí funciona. Está

               empotrado  en  las  paredes;  no  hay  manera  de  esquivarlo.  Si  llega  antes,  lo
               sabré. Si intenta ir armado, lo sabré. ¿Queda claro?
                    —Sí. —Ya sin sonrisa.
                    No es necesario tener telepatía para saber que la considera una mala puta

               entrometida  y  molesta.  A  Holly  le  da  igual;  lo  prefiere  a  ser  una  pobre
               desdichada que se asusta de su propia sombra.
                    —Coja  el  ascensor.  Lo  oiré,  es  ruidoso.  Cuando  se  abra,  estaré
               esperándolo en el rellano. Haremos el intercambio allí. Está todo en un lápiz

               USB.
                    —¿Y cómo haremos el intercambio?
                    —De momento dejemos eso. Le basta con saber que se hará de manera
               que después cada uno pueda irse por su lado.

                    —¿Y se supone que tengo que fiarme de usted al respecto?
                    Otra pregunta que Holly no tiene intención de contestar.
                    —Hablemos de lo otro que necesito de usted. —Este es el punto en el que
               Holly cierra el trato… o no.

                    —¿Qué es? —Ahora parece casi hosco.
                    —El viejo del que le hablé, el que lo descubrió…
                    —¿Cómo? ¿Cómo lo consiguió?
                    —Eso dejémoslo también. La cuestión es que lo vigila desde hace años.

               Décadas.
                    Holly  observa  su  rostro  con  atención  y  le  complace  lo  que  ve  en  él:
               asombro.
                    —No tomó ninguna medida contra usted porque pensó que solo era una

               hiena. O un cuervo. Algo que vive de los animales muertos en la carretera. No
               es  agradable,  pero  forma  parte  del…  no  sé,  el  ecosistema,  supongo.  Pero
               entonces usted decidió que no le bastaba con eso, ¿verdad? Pensó: ¿por qué
               esperar  de  brazos  cruzados  a  que  haya  alguna  tragedia,  alguna  masacre,

               cuando puedo provocarla yo? Digamos, a lo «hágalo usted mismo», ¿no es
               así?
                    Ondowsky se queda callado. Se limita a observarla, y sus ojos, pese a que
               ahora  permanecen  estables,  son  horrendos.  Es  la  sentencia  de  muerte  de

               Holly, sin duda, y no solo la está firmando. La está redactando ella misma.




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