Page 244 - La sangre manda
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Corre los últimos diez pasos hasta el coche de alquiler, y una vez dentro

               pulsa el botón que bloquea todas las puertas. Se queda ahí inmóvil durante
               medio minuto, recobrando el control. No consulta el Fitbit porque las noticias
               no le gustarían.
                    Al abandonar el centro comercial, Holly echa un vistazo al retrovisor cada

               pocos  segundos.  No  cree  que  la  esté  siguiendo,  pero  utiliza  las  tácticas  de
               evasión de cualquier modo. Más vale prevenir que curar.
                    Sabe que posiblemente Ondowsky prevé que ella vuelva a casa en avión,
               así que decide pasar la noche en Pittsburgh y viajar con Amtrak a la mañana

               siguiente. Se detiene en un Holiday Inn Express y enciende el teléfono para
               ver sus mensajes antes de entrar. Tiene uno de su madre.
                    «Holly, no sé dónde estás, pero el tío Henry ha tenido un accidente en ese
               maldito centro, Rolling Hills. Puede que se haya roto un brazo. Llámame, por

               favor.  Por  favor».  Holly  capta  tanto  la  angustia  de  su  madre  como  la
               acusación de siempre: te necesitaba y me has decepcionado. Una vez más.
                    Tiene la yema del dedo a un milímetro de devolver la llamada a su madre.
               Cuesta abandonar los hábitos arraigados y cambiar las posiciones por defecto.

               La oleada de vergüenza le calienta ya la frente, las mejillas y la garganta, y ya
               tiene en la boca las palabras que pronunciará cuando conteste su madre: «Lo
               siento».  ¿Y  por  qué  no?  Se  ha  pasado  toda  la  vida  pidiendo  perdón  a  su
               madre, que siempre la disculpa con esa expresión en el rostro que dice: «Ay,

               Holly, nunca cambiarás. Me decepcionas invariablemente». Porque Charlotte
               Gibney también tiene sus posiciones por defecto.
                    Esta vez Holly detiene el dedo y reflexiona.
                    ¿Por  qué  debería  sentirlo,  exactamente?  ¿Por  qué  debería  disculparse?

               ¿Por no estar presente para impedir que el pobre tío Henry, en el estado de
               confusión  en  el  que  se  encuentra,  se  haya  roto  el  brazo?  ¿Por  no  haber
               atendido  el  teléfono  inmediatamente,  en  el  mismísimo  instante,  cuando  su
               madre la ha llamado, como si la vida de Charlotte fuera la vida importante, la

               vida real, y la de Holly fuera solo la sombra proyectada por su madre?
                    Enfrentarse a Ondowsky ha sido difícil. Resistirse a contestar en el acto el
               cri de coeur de su madre es igual de difícil, puede que más, pero lo consigue.
               Pese  a  sentirse  como  una  mala  hija,  opta  por  llamar  al  centro  de  atención

               geriátrica Rolling Hills. Se identifica y pregunta por la señora Braddock. La
               dejan en espera y ha de soportar «El tamborilero» hasta que se pone la señora
               Braddock. Holly piensa que es música para suicidarse.
                    —¡Señorita  Gibney!  —saluda  la  señora  Braddock—.  ¿Es  demasiado

               pronto para desearle felices fiestas?




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