Page 248 - La sangre manda
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La ayuda.





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               Charlotte abraza a su hija en la puerta y, acto seguido, la arrastra al interior.
               Holly sabe qué viene a continuación.

                    —Has adelgazado.
                    —En  realidad  peso  lo  mismo  —asegura  Holly,  y  su  madre  le  lanza  su
               peculiar mirada, esa que dice que «el anoréxico siempre será anoréxico».
                    La  cena  es  comida  para  llevar  de  un  restaurante  italiano  que  hay  en  la

               calle  y,  mientras  comen,  Charlotte  habla  de  lo  mal  que  lo  ha  pasado  sin
               Henry. Es como si su hermano se hubiera marchado hace cinco años en lugar
               de cinco días, y no a un geriátrico de las inmediaciones, sino a un lugar lejano
               a hacer alguna estupidez, como montar una tienda de bicicletas en Australia o

               pintar puestas de sol en las islas tropicales. No pregunta a Holly por su vida,
               su trabajo o qué la ha llevado a Pittsburgh. A las nueve, cuando Holly puede
               aducir justificadamente cansancio y acostarse, tiene la sensación de que cada
               vez es más joven y más pequeña, de que está encogiendo para convertirse en

               la  niña  triste,  solitaria  y  anoréxica  —sí,  era  verdad,  al  menos  durante  su
               espantoso primer año en el instituto, cuando la apodaban Mongo-Mongo—
               que vivió en esa casa.
                    Su  habitación  sigue  exactamente  igual,  con  las  paredes  de  color  rosa

               oscuro  que  siempre  le  hacían  pensar  en  carne  poco  hecha.  Sus  peluches
               continúan en el estante de encima de la estrecha cama, con Mr. Rabbit Trick
               en lugar preferente. Mr. Rabbit Trick tiene las orejas raídas porque ella se las

               mordisqueaba cuando no podía dormirse. El póster de Sylvia Plath cuelga aún
               en la pared, ante el escritorio donde Holly componía su mala poesía y a veces
               imaginaba que se suicidaba como su ídolo. Mientras se desviste, piensa en lo
               que podría haber hecho, o al menos intentado, si el horno de casa hubiese sido
               de gas en lugar de eléctrico.

                    Sería fácil —demasiado fácil— pensar que esa habitación de su infancia
               ha estado esperándola, como un monstruo en un relato de terror. Ha dormido
               aquí  varias  veces  en  los  años  cuerdos  (relativamente  cuerdos)  de  su  vida

               adulta, y nunca se la ha comido. Tampoco su madre se la ha comido. Sí que
               hay un monstruo, pero no está en esa habitación ni en esa casa. Holly sabe
               que  le  conviene  recordar  eso,  y  recordar  quién  es  ella.  No  la  niña  que
               mordisqueaba las orejas de Mr. Rabbit Trick. No la adolescente que vomitaba
               el desayuno casi todos los días antes de ir al instituto. Es la mujer que, junto



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