Page 242 - La sangre manda
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—¿Lo había hecho antes?

                    Un largo silencio. Pero justo cuando Holly cree que ya no va a contestar
               —lo cual será una respuesta—, él habla.
                    —No. Pero tenía hambre. Y sonríe. —A ella le entran ganas de gritar—.
               Parece asustada, Holly Gibney.

                    De nada sirve mentir sobre eso.
                    —Lo estoy. Pero también estoy decidida. —Vuelve a inclinarse hacia el
               espacio de él. Es una de las cosas más difíciles que ha hecho en la vida—. He
               aquí  la  otra  cuestión.  Esta  vez  lo  dejaré  pasar,  pero  no  vuelva  a  hacerlo

               nunca. Si lo hace, me enteraré.
                    —Y entonces ¿qué? ¿Vendrá a por mí?
                    Ahora es a Holly a quien le toca callar.
                    —¿Cuántas copias de este material tiene realmente, Holly Gibney?

                    —Solo una —contesta Holly—. Todo está en el lápiz USB, y se lo daré el
               sábado por la tarde. Pero. —Lo señala con el dedo, y le complace ver que no
               le  tiembla—.  Conozco  su  cara.  Conozco  sus  dos  caras.  Conozco  su  voz,  y
               detalles sobre ella que tal vez usted mismo desconozca. —Está pensando en

               las  pausas  para  superar  el  ceceo—.  Siga  su  camino,  devore  su  comida
               podrida, pero si llego siquiera a sospechar que ha causado otra tragedia, otra
               escuela Macready, entonces sí iré a por usted. Le daré caza. Le destrozaré la
               vida.

                    Ondowsky mira los restaurantes casi vacíos de alrededor. Se han ido tanto
               el anciano de la gorra de tweed como la mujer que contemplaba los maniquís
               del escaparate de Forever 21. Hay gente haciendo cola en las franquicias de
               comida rápida, pero de espaldas a ellos.

                    —Creo que no nos vigila nadie, Holly Gibney. Creo que está sola. Creo
               que podría alargar el brazo por encima de esta mesa y partirle ese cuello flaco
               y desaparecer sin que nadie se diera cuenta. Soy muy rápido.
                    Si él advierte que está aterrorizada —y lo está, porque percibe la furia y la

               desesperación  de  él  por  verse  en  esa  situación—,  puede  que  lo  haga.
               Probablemente  lo  haga.  Así  que  se  obliga  una  vez  más  a  echarse  hacia
               delante.
                    —Puede que no sea tan rápido como para impedirme que grite su nombre,

               que, según creo, conoce todo el mundo en el área metropolitana de Pittsburgh.
               También yo soy muy rápida. ¿Quiere correr el riesgo?
                    Durante un momento, él está tomando una decisión o fingiendo tomarla.
                    —El sábado por la tarde a las seis —dice finalmente—, edificio Frederick,

               cuarta planta. Llevaré el dinero, usted me entregará el lápiz. ¿Ese es el trato?




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