Page 373 - La sangre manda
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NOTA DEL AUTOR
Cuando mi madre o una de mis cuatro tías veía casualmente a una mujer
empujar un cochecito de bebé, a menudo entonaban algo que es probable que
aprendieran de su madre: «Pequeñín, ¿de dónde has salido? De la nada y aquí
he venido». A veces pienso en ese simple pareado cuando me preguntan de
dónde saqué la idea para tal o cual relato. Con frecuencia no sé qué contestar,
lo cual me incomoda y me avergüenza un poco. (En eso interviene algún
complejo de la infancia, sin duda). A veces doy la respuesta sincera («¡Ni
idea!»), pero en otras ocasiones me limito a inventarme alguna tontería,
complaciendo así a quien me ha preguntado con una explicación
semirracional de causa y efecto. Aquí intentaré ser sincero. (¿Qué iba a decir
yo, claro?).
De niño, puede que viera alguna película —seguramente una de las pelis
de terror de American-International que mi amigo Chris Chesley y yo íbamos
a ver en autostop al Ritz de Lewiston— sobre un hombre que tenía tanto
miedo a que lo enterraran vivo que pidió que pusieran un teléfono en su
sepulcro. O tal vez fuera un episodio de Alfred Hitchcock Presenta. En
cualquier caso, la idea resonó en mi cabeza infantil hiperimaginativa: la
posibilidad de que sonara un teléfono en el lugar de los muertos. Años más
tarde, después de la muerte inesperada de un amigo cercano, llamé a su móvil
solo para oír su voz una vez más. En lugar de reconfortarme, me puso la piel
de gallina. No volví a hacerlo, pero esa llamada, unida al recuerdo de infancia
de esa película o programa de televisión, fue la semilla para «El teléfono del
señor Harrigan».
Los relatos van a donde quieren ir, y la verdadera gracia de ese —para mí
— fue regresar a un tiempo en que los teléfonos móviles en general y los
iPhone en particular eran una novedad y todas sus repercusiones apenas se
vislumbraban. En el transcurso de mis investigaciones, mi especialista en
tecnología de la información, Jake Lockwood, compró por eBay un iPhone de
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