Page 369 - La sangre manda
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eficiente,  aunque  en  ese  caluroso  agosto  no  habría  necesidad  de  fuego.  Se

               acercó a la chimenea, se arrodilló y volvió la cabeza hacia arriba para mirar
               por la garganta negra del tiro.
                    —¿Estás ahí? —llamó… y sin el menor empacho—. Si estás ahí arriba,
               baja. Quiero hablar contigo.

                    Nada, por supuesto. Se repitió que no había ninguna rata, que nunca había
               habido  una  rata,  pero  sí  la  había.  La  astilla  no  salía.  La  rata  estaba  en  su
               cabeza. Solo que eso tampoco era del todo verdad. ¿O sí?
                    Seguían allí, junto a la impoluta chimenea, las dos cajas, yesca en una,

               juguetes en la otra: los que habían dejado sus hijos y los que habían dejado los
               niños de aquellos a los que Lucy, quienesquiera que fuesen, había alquilado la
               cabaña durante unos años. Cogió la caja y la vació. Al principio pensó que la
               rata de peluche no estaba y sintió una punzada de pánico irracional pero real.

               Al cabo de un momento, vio que había ido a parar al hueco de debajo de la
               chimenea y que no asomaba nada más que el trasero de tela y la cola elástica.
               ¡Qué juguete más feo!
                    —Creías que podías esconderte, ¿eh? —preguntó—. De eso nada, señora.

                    La llevó a la cocina y la echó al fregadero.
                    —¿Tienes  algo  que  decir?  ¿Alguna  explicación  que  dar?  ¿Tal  vez  una
               disculpa? ¿No? ¿Y qué tal unas últimas palabras? La otra vez estabas la mar
               de locuaz.

                    La  rata  de  peluche  no  tenía  nada  que  decir,  así  que  Drew  la  roció  con
               combustible de la lámpara y le prendió fuego. Cuando ya no quedaba nada
               más que desechos humeantes y malolientes, abrió el grifo para mojarlos. Bajo
               el  fregadero  había  unas  cuantas  bolsas  de  papel.  Drew,  valiéndose  de  una

               espátula, recogió lo que quedaba y lo echó en una de estas. Bajó la bolsa hasta
               el arroyo Godfrey, la lanzó y la observó alejarse flotando. Luego se sentó en
               la orilla y contempló el día, caluroso, sin viento y magnífico.
                    Cuando el sol empezó a declinar, entró y se preparó un par de sándwiches

               de mortadela. Le quedaron un tanto resecos —tendría que haberse acordado
               de  comprar  mostaza  o  mayonesa—,  pero  pudo  acompañarlos  con  cerveza.
               Sentado en uno de los viejos sillones, bebió tres latas mientras leía un libro de
               Ed McBain sobre la comisaría del distrito 87.

                    Se planteó tomarse una cuarta cerveza y lo descartó. Sospechó que era la
               que  le  provocaría  resaca,  y  por  la  mañana  quería  ponerse  en  marcha
               temprano. Había dado por concluida su relación con esa cabaña. Así como la
               idea de escribir novelas. Sería autor de una sola, una única hija que ahora lo







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