Page 366 - La sangre manda
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Él tenía programadas unas pruebas en el Hospital de Maine ese día
(«pruebas cada tres semanas durante el primer año», recordó Drew que había
dicho Al).
—Podría haber aplazado la cita —dijo Kelly—, pero ya conoces a Al, y
Nadine era igual que él. Un poco de nieve no iba a detenerlos.
El accidente se produjo en la 295, a poco más de un kilómetro del
Hospital de Maine. Un camión enorme patinó en el hielo y embistió de refilón
el pequeño Prius de Nadine Stamper, que salió despedido como una pulga.
Volcó y dio una vuelta de campana.
—Dios mío —dijo Lucy—. Los dos, muertos. ¡Qué horror! ¡Y justo ahora
que él estaba mejorando!
—Sí —convino Drew. Se sentía aturdido—. Estaba mejorando, ¿no? —
Solo que, claro, tenía que lidiar con esa puñetera rata. Él mismo lo dijo.
—Siéntate —dijo Lucy—. Estás blanco como el papel.
Pero lo que Drew necesitaba no era sentarse, al menos no en primer lugar.
Corrió hasta el fregadero de la cocina y vomitó el champán. Mientras estaba
allí encorvado, todavía con arcadas, casi sin darse cuenta de que Lucy le
frotaba la espalda, pensó: Ellie dice que el libro se publicará en febrero.
Entre este momento y entonces haré lo que el editor me diga, y participaré en
tantos actos publicitarios como quieran en cuanto salga el libro. Seguiré el
juego. Lo haré por Lucy y por los niños. Pero nunca habrá otro libro.
—Nunca —dijo.
—¿Qué, cariño? —Ella seguía frotándole la espalda.
—El cáncer de páncreas. Pensé que eso acabaría con él, acaba con casi
todo el mundo. Nunca habría imaginado una cosa así. —Se enjuagó la boca
con agua del grifo y escupió—. Nunca.
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El funeral por la muerte de Al —que a Drew no pudo por menos de recordarle
aquella otra DESFUNCIÓN— se celebró cuatro días después del accidente.
El hermano menor de Al pidió a Drew que pronunciara unas palabras. Drew
declinó el ofrecimiento, aduciendo que, conmocionado como estaba, se sentía
incapaz de expresarse. Era cierto que se hallaba conmocionado, no cabía
duda, pero su auténtico temor era que las palabras le traicionaran como en
Aldea y los dos libros truncados anteriores a ese. Le daba miedo —un miedo
real e inequívoco— plantarse en el estrado, ante una capilla llena de parientes,
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