Page 361 - La sangre manda
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convencida  de  que  era  herpes,  pero  me  han  hecho  pruebas  y  es  solo  un

               sarpullido.  Aunque,  eso  sí,  tengo  un  picor  de  mil  demonios.  En  fin,  una
               puñetera lata.
                    —Solo  esa  lata  del  sarpullido  —repitió  Drew.  Se  pasó  la  mano  por  la
               boca.  CERRADO  POR  DESFUNCIÓN,  pensó—.  Bueno,  eso  no  es  muy

               grave. Cuídate, Al.
                    —Lo haré. Y quiero ver ese libro cuando lo acabes. —Hizo una pausa—.
               Fíjate en que he dicho cuando, no si.
                    —Después de Lucy serás el primero en la cola —aseguró Drew, y colgó.

               Buenas noticias. Todo eran buenas noticias. A Al se lo notaba fuerte. Era el
               de siempre. Todo en orden, excepto por esa puñetera rata.
                    Drew descubrió que era capaz de reírse de eso.





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               Noviembre fue un mes de frío y nevadas, pero Drew Larson apenas se dio
               cuenta.  El  último  día  del  mes  observó  (a  través  de  los  ojos  del  sheriff  Jim
               Averill) a Andy Prescott subir por la escalera del patíbulo en la capital del

               condado.  Drew  sentía  curiosidad  por  saber  cómo  lo  sobrellevaría  el  chico.
               Como se vio —a medida que las palabras se desgranaban—, lo sobrellevó
               bien.  Había  madurado.  La  tragedia  (Averill  lo  sabía)  era  que  no  llegaría  a
               viejo. Una noche de ebriedad y un arrebato de celos por una bailarina de salón

               habían dado al traste con todo lo que podría haber sido.
                    El  1  de  diciembre,  Jim  Averill  entregó  su  placa  al  juez  itinerante  que
               había acudido al pueblo a presenciar el ahorcamiento y luego regresó a Bitter

               River, donde recogería sus escasas pertenencias (bastaría con un baúl) y se
               despediría de sus ayudantes, que habían hecho un trabajo excelente cuando
               las cosas se complicaron. Sí, incluso Jep Leonard, que era más tonto que el
               asa de un cubo. O tenía menos luces que un barco pirata, a elegir.
                    El 2 de diciembre, el sheriff enganchó su caballo a una calesa ligera, echó

               el baúl y la silla de montar a la parte de atrás y enfiló hacia el oeste, pensando
               que  quizá  probara  suerte  en  California.  La  fiebre  del  oro  había  terminado,
               pero  deseaba  ver  el  océano  Pacífico.  Desconocía  que  el  afligido  padre  de

               Andy Prescott se hallaba oculto tras un peñasco a tres kilómetros del pueblo,
               mirando por encima del cañón de un Sharps Big Fifty, el rifle que llegaría a
               conocerse como «el arma que cambió la historia del oeste».
                    Se acercaba un carruaje ligero. Sentado en el pescante, con las botas en el
               salpicadero,  iba  el  hombre  responsable  de  su  dolor  y  sus  esperanzas



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