Page 361 - La sangre manda
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convencida de que era herpes, pero me han hecho pruebas y es solo un
sarpullido. Aunque, eso sí, tengo un picor de mil demonios. En fin, una
puñetera lata.
—Solo esa lata del sarpullido —repitió Drew. Se pasó la mano por la
boca. CERRADO POR DESFUNCIÓN, pensó—. Bueno, eso no es muy
grave. Cuídate, Al.
—Lo haré. Y quiero ver ese libro cuando lo acabes. —Hizo una pausa—.
Fíjate en que he dicho cuando, no si.
—Después de Lucy serás el primero en la cola —aseguró Drew, y colgó.
Buenas noticias. Todo eran buenas noticias. A Al se lo notaba fuerte. Era el
de siempre. Todo en orden, excepto por esa puñetera rata.
Drew descubrió que era capaz de reírse de eso.
30
Noviembre fue un mes de frío y nevadas, pero Drew Larson apenas se dio
cuenta. El último día del mes observó (a través de los ojos del sheriff Jim
Averill) a Andy Prescott subir por la escalera del patíbulo en la capital del
condado. Drew sentía curiosidad por saber cómo lo sobrellevaría el chico.
Como se vio —a medida que las palabras se desgranaban—, lo sobrellevó
bien. Había madurado. La tragedia (Averill lo sabía) era que no llegaría a
viejo. Una noche de ebriedad y un arrebato de celos por una bailarina de salón
habían dado al traste con todo lo que podría haber sido.
El 1 de diciembre, Jim Averill entregó su placa al juez itinerante que
había acudido al pueblo a presenciar el ahorcamiento y luego regresó a Bitter
River, donde recogería sus escasas pertenencias (bastaría con un baúl) y se
despediría de sus ayudantes, que habían hecho un trabajo excelente cuando
las cosas se complicaron. Sí, incluso Jep Leonard, que era más tonto que el
asa de un cubo. O tenía menos luces que un barco pirata, a elegir.
El 2 de diciembre, el sheriff enganchó su caballo a una calesa ligera, echó
el baúl y la silla de montar a la parte de atrás y enfiló hacia el oeste, pensando
que quizá probara suerte en California. La fiebre del oro había terminado,
pero deseaba ver el océano Pacífico. Desconocía que el afligido padre de
Andy Prescott se hallaba oculto tras un peñasco a tres kilómetros del pueblo,
mirando por encima del cañón de un Sharps Big Fifty, el rifle que llegaría a
conocerse como «el arma que cambió la historia del oeste».
Se acercaba un carruaje ligero. Sentado en el pescante, con las botas en el
salpicadero, iba el hombre responsable de su dolor y sus esperanzas
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