Page 371 - La sangre manda
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—Vale, ¡pero Nadine Stamper nunca formó parte del trato! ¡Nunca formó

               parte de nuestro… nuestro acuerdo!
                    —Tampoco se la excluyó de forma expresa del trato —replicó la rata con
               cierto remilgo.
                    Es un sueño, pensó Drew. Otro sueño, tiene que serlo. En ninguna versión

               de la realidad, un hombre se dejaría engañar por las sutilezas jurídicas de un
               roedor.
                    Drew tuvo la sensación de que estaba recobrando las fuerzas, pero no se
               movió. Todavía no. Cuando se moviera, sería de repente, y no se limitaría a

               abofetear  a  la  rata  o  vapulear  a  la  rata.  Se  proponía  atrapar  a  la  rata  y
               estrujar a la rata. Se retorcería, chillaría y casi con toda seguridad mordería,
               pero Drew la estrujaría hasta que le reventara el vientre y las tripas le salieran
               a borbotones por la boca y el culo.

                    —De  acuerdo,  puede  que  tengas  razón.  Pero  no  lo  entiendo.  Mi  único
               deseo era el libro, y tú lo has echado a perder.
                    —Ah, buah buah —dijo la rata, y se hizo otro lavado de cara en seco.
                    Drew estuvo a punto de lanzarse en ese momento, pero no. Todavía no.

               Tenía que saberlo.
                    —Buah buah, y una mierda. Podría haberte matado con aquella pala, pero
               no lo hice. Podría haberte dejado fuera bajo la tormenta, pero no lo hice. Te
               traje adentro y te dejé al lado de la estufa. ¿Por qué, pues, me lo has pagado

               así, matando a dos personas inocentes y privándome del placer que sentí al
               terminar el único libro que escribiré en mi vida?
                    La rata se detuvo a reflexionar.
                    —Bueno  —dijo  por  fin—,  si  se  me  permite  modificar  ligeramente  el

               desenlace  de  una  antigua  fábula,  ya  sabías  que  yo  era  una  rata  cuando  me
               trajiste dentro.
                    Drew se lanzó. Actuó con gran rapidez, pero sus manos se cerraron en
               torno a nada más que aire. La rata se escabulló por el suelo, pero, antes de

               llegar a la pared, se volvió hacia Drew y pareció sonreír a la luz de la luna.
                    —Además,  no  lo  terminaste  tú.  Tú  nunca  lo  habrías  conseguido.  Lo
               terminé yo.
                    Había un agujero en el zócalo. La rata entró en él. Por un momento Drew

               le vio la cola. Luego desapareció.
                    Permaneció tendido con la vista fija en el techo. Por la mañana me diré
               que  esto  ha  sido  un  sueño,  pensó,  y  por  la  mañana  eso  hizo.  Las  ratas  no
               hablaban ni concedían deseos. Al había escapado al cáncer para morir en un







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