Page 166 - Extraña simiente
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XXV
15 de noviembre
Para Paul, la escopeta que llevaba en la mano era un objeto pesado,
extraño y obsceno. Era ajeno a él y no tenía lugar en… (¿cómo había dicho
Rachel?)… en el paraíso.
Inspiró aire profundamente, percibió el olor mohoso del bosque que se
extendía a unos cien metros delante de él, el olor de la tierra que le rodeaba.
La nevada perezosa que había caído la noche anterior había desaparecido sin
dejar rastro unos instantes después de haber salido el sol, humedeciendo la
tierra, calentándola.
Paul se dio cuenta de que el invierno no tardaría en llegar. Se quedó
mirando fijamente los dos cañones gemelos de la escopeta, sin dejar de
caminar. ¿Qué esperaba hacer con ella? ¿Asesinar al invierno próximo?
¿Por qué había de tenerle miedo al invierno si tenía una casa, una
chimenea, una estufa eléctrica y había aislado recientemente las paredes y los
suelos?… Los hombres civilizados sufren del invierno en la medida que les
obliga a ir más despacio, pero no les mata. Esto es, si además de civilizados
son cautos (algo muy importante, más bien imprescindible, para poder
sobrevivir bajo cualquier circunstancia).
Si esto era así, y él lo creía de verdad —como era el caso—, ¿por qué
sentía ese horrible cosquilleo en el fondo del estómago, esa angustiosa subida
de adrenalina cada vez que recordaba que el invierno estaba a punto de llegar?
Lo mismo le ocurría al sentir el olor de la tierra, húmedo, picante y fresco; era
el olor de noviembre. El olor de la tierra en transición.
El cielo de noviembre, por muy azul que fuera como hoy, le producía el
mismo cosquilleo desagradable. Porque era un azul tenso y frío, opuesto al
azul del cielo de verano, fluido y cálido. Empuñó fuertemente la escopeta con
la mano izquierda. El metal era frío y desapasionado. Era un metal muerto. La
escopeta era la encarnación de la muerte. La muerte era su único objetivo.
Entonces, ¿por qué la había traído consigo? ¿Aquí, al paraíso? Atravesó de
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